—Ya vienen —dijo Cecy, tendida en el polvo del altillo.
—¿Dónde están? —preguntó Timothy cerca de la ventana, mirando hacia fuera.
—Unos están sobre Europa, otros sobre Asia, otros sobre las Islas, otros sobre América del Sur —dijo Cecy, con los ojos cerrados, las pestañas largas y marrones, y temblando y abriendo la boca para susurrar las palabras velozmente.
Timothy se aproximó por las tablas desnudas entre los montones de papiro.
—¿Quiénes son?
—Tío Einar y Tío Fry, y Primo William, y veo a Fruida y a Helgar y a Tía Morgianna, y a Prima Vivian, y ¡veo a Tío Johann! ¡Vienen rápido!
—¿Están en el cielo? —preguntó Timothy, con destellos en sus ojos brillantes. De pie junto a la cama, no parecía tener más de diez años. El viento soplaba fuera; la Casa estaba obscura y las estrellas la iluminaban.
—Vienen por el aire y viajan por la Tierra, en muchas formas —dijo Cecy, adormecida. Estaba quieta y se quedó pensando para poder contar lo que veía—. Veo una figura parecida a un lobo que cruza las aguas bajas de un río obscuro, justo antes de la cascada, y la luz de las estrellas le ilumina la piel. Veo unas hojas de arce flotando en lo alto del cielo. Veo un pequeño murciélago que vuela. Veo muchas bestias que corren bajo los árboles del bosque y que se deslizan por las ramas más altas; y todos vienen hacia aquí.
—¿Llegarán a tiempo? —la Araña en la solapa del traje de Timothy se hamacó como un péndulo negro, bailando excitada. Timothy se inclinó sobre su hermana—. ¿A tiempo para la Visita a Casa?
—Sí, sí, Timothy. —Cecy se puso tensa—. Vete. Déjame viajar por los lugares que amo.
—Gracias —en el pasillo Timothy corrió hasta su cuarto para hacer la cama. Se había despertado al atardecer y, al salir las primeras estrellas, había ido a compartir su excitación con Cecy.
La Araña colgaba de un hilo plateado alrededor de su cuello delgado, mientras él se lavaba la cara.
—Piensa, Arach, mañana a la noche. ¡Víspera de Todos los Santos!
Se miró en el único espejo de la Casa, concesión de su madre a su «enfermedad». ¡Oh, si no estuviera tan preocupado! Abrió la boca para observar la mala dentadura que la naturaleza le había dado. Granos de maíz, curvos, suaves y pálidos. ¿Y sus caninos? Piedras sin afilar.
Ya era de noche. Exhausto, encendió una vela. Durante la última semana la pequeña Familia había vivido como en los tiempos antiguos, durmiendo de día, levantándose al anochecer para apurar los preparativos.
—¡Oh, Arach, Arach, si pudiera realmente dormir de día como el resto!
Tomó la vela. Quisiera tener dientes de acero, como clavos. O poder lanzar la mente, libre, como Cecy dormida en sus arenas egipcias. Pero no, él le temía a la obscuridad. Dormía en una cama. No en las pulidas cajas del sótano. No era una sorpresa que la familia lo esquivara, ¡como si fuera el hijo del obispo! ¡Si al menos le brotaran alas de los hombros! Desnudó su espalda, miró. No había alas. No podía volar.
Abajo se oían los roces del crespón negro que colgaba en los corredores, en los techos, en cada puerta. Por la baranda de la escalera subía el olor de las velas negras encendidas, y las voces de la Madre y del Padre retumbaban desde el sótano.
—Ay, Arach, ¿me permitirán estar, verdaderamente estar en la fiesta? —dijo Timothy; la Araña giró sobre sí misma en la punta de la seda—. No sólo ir a buscar hongos y telarañas, colgar crespón o cortar calabazas. Quiero decir correr, saltar, gritar, reír, ser la fiesta. ¿¡Si!?
En respuesta, Arach tejió una red en el espejo con una palabra en el centro: ¡No!
Abajo, por toda la casa, el único gato corría enloquecido, el único ratón hacía lo mismo en la hueca pared con sonidos de graffiti, como si gritara «¡La Visita a Casa!» en todas partes.
Timothy subió de nuevo hasta donde estaba Cecy que dormía profundamente.
—¿Dónde estás ahora, Cecy? —susurró—. ¿En el aire? ¿En la Tierra?
—Pronto —murmuró Cecy.
—Pronto —refulgió Timothy—. ¡Todos los Santos! ¡Pronto!
Timothy retrocedió, estudiando las sombras de pájaros raros y de bestias que corrían por el rostro de Cecy.
Desde la puerta abierta del sótano sintió el olor de la tierra húmeda.
—¿Padre?
—¡Estoy aquí! —gritó el Padre—. ¡Ven, rápido!
Timothy dudó lo suficiente para ver mil sombras que soplaban en los techos, promesas de llegadas, y luego se zambulló en el sótano.
El Padre dejó de pulir una caja larga y la golpeó.
—¡Sácale brillo a ésta para Tío Einar!
Timothy miró.
—¡Qué grande es Tío Einar! ¿Dos metros?
—¡Dos metros veinte!
Timothy lustró la caja.
—¿Y ciento treinta kilos?
El Padre suspiró.
—¡Ciento cincuenta! ¿Y en la caja?
—¿Hay lugar para alas? —preguntó Timothy.
—Hay lugar para alas —rió el Padre.
A las nueve, Timothy salió al clima de Octubre. Caminó durante dos horas por el pequeño bosque recogiendo hongos, en medio del viento, ya frío, ya cálido. Atravesó una granja.
—¡Si supieran lo que está pasando en nuestra Casa! —les dijo a las ventanas iluminadas. Trepó una colina y kilómetros más lejos vio el pueblo que se iba a dormir, y el blanco y redondo reloj de la iglesia en lo alto a la distancia. Tú tampoco sabes, pensó.
Y llevó los hongos a casa.
La ceremonia se celebró en el sótano, el Padre entonó las palabras obscuras, las blancas manos de marfil de la Madre realizaron la extraña bendición y toda la Familia estaba reunida excepto Cecy, que estaba acostada en el altillo. Pero Cecy estaba allí. La veías espiando desde los ojos de Bion, luego desde los de Samuel, luego desde los de la Madre y entonces sentías un movimiento y ahora ella hacía girar tus ojos y ya se había ido.
Timothy rezó a la obscuridad.
—Por favor, por favor, ayúdame a ser como ellos cuando crezca, como los que andan en bandadas, y como los que pronto estarán aquí, que nunca envejecen, que no mueren, según ellos dicen, que no mueren, no importa lo que pase, o que quizá murieron hace mucho tiempo, pero Cecy los llama, y la Madre y el Padre también, y Gran Abuela que solamente susurra, y ahora ellos vienen y yo no soy nada, no soy como ellos que traspasan los muros y viven en los árboles o bajo la Tierra, hasta que diecisiete años de lluvias los inundan y los sacan a la superficie, ¡déjame ser uno de ellos! Si ellos viven para siempre, ¿por qué yo no?
—Para siempre —repitió la voz de la Madre, que lo había escuchado—. Oh, Timothy, tiene que haber un modo. ¡Veamos! Y ahora…
Las ventanas temblaron. La funda de papiro de lino de Gran Abuela susurró. Los escarabajos de la muerte corrieron enloquecidos repiqueteando en los muros.
—¡Dejemos que empiece! —exclamó la Madre—. ¡Que empiece!
Y el viento empezó.
Invadió el mundo como una gran bestia invisible, y el mundo entero lo oyó pasar en una temporada de pena y lamento, obscura celebración de todo lo que arrastraba para dispersar, y todo ello convergió sobre el norte de Illinois. Con oleadas barredoras y sonidos desmayados, robó el polvo de los ojos de los ángeles de piedra de las sepulturas, vació la carne espectral de las tumbas, tomó las flores mortuorias sin nombres, desnudó a los árboles druidas para lanzar al cielo la cosecha de hojas, que cayó en una lluvia seca, como un batallón de pieles lisas y ojos encendidos, que ardieron locamente en océanos de nubes rapaces, que se rasgaron en banderas de bienvenida para orientar a los habitantes del espacio, que crecieron en número para quejarse al cielo con tales manifestaciones de melancolía por los años perdidos, que un millón de granjeros dormidos se despertó con lágrimas en los rostros, preguntándose si había llovido por la noche sin que nadie lo hubiera previsto, y en el río de tormenta a través del mar que se abrió ante la gravitación de las despedidas y llegadas, hasta que, con un agitar de hojas y tierra mezclada, dio vueltas en círculos sobre la colina y la Casa y la fiesta de bienvenida, y sobre Cecy por encima de todo, quien en el altillo, como un tótem dormido en sus arenas, convocaba con su mente y daba permiso.
Timothy sintió desde el techo más alto el parpadeo de los ojos de Cecy y…
Las ventanas de la Casa se abrieron, una docena aquí, dos docenas allá, para absorber los aires antiguos. Con cada ventana abierta, todas las puertas abiertas de un golpe, la Casa entera era una gran boca hambrienta, que inhalaba la noche con inhalaciones que suspiraban bienvenidas, bienvenidos, y todos los roperos y recipientes del sótano y nichos del altillo tiritaban en obscuro alboroto.
Cuando Timothy se asomó, una gárgola de carne y sangre, gran ejército de polvo de tumba y telarañas y alas y hojas de otoño y flores de cementerio, cayó sobre los techos en el momento en que en la Tierra, alrededor de la colina, las sombras trotaban por los caminos y recorrían los bosques, provistas de dientes y patas aterciopeladas y orejas oscilantes, y ladraban a la Luna.
Y esta confluencia del aire y de la Tierra golpeó a la Casa a través de cada ventana, de cada chimenea y de cada puerta. Cosas que volaban recto o sin control, que caminaban erguidas o trotaban en cuatro patas o andaban como sombras lisiadas, fueron expulsadas de un arca funeraria y saludadas por el ciego y lunático Noé, todo dientes y sin lengua, que agitaba una horquilla y apestaba el aire.
Por eso todos se hicieron a un lado cuando la inundación de sombras y nubes y lluvia que hablaba con voces llenó el sótano y se guardó en los recipientes etiquetados con los años en que ellos habían muerto, pero para levantarse otra vez, y las sillas del salón se ocuparon con tías y tíos de genética rara y la vieja arrugada de la cocina tuvo ayudantes que caminaban de un modo aún más extraño que ella, mientras más primos aberrantes y sobrinos largo tiempo perdidos y sobrinas peculiares rengueaban o acechaban o volaban pavoneándose alrededor de las arañas del techo, y sintieron que se llenaban los cuartos de abajo y el gran concurso de supervivencia antinatural del menos apto, según luego se dijo, hizo que los cuadros se torcieran en las paredes, que el Ratón corriera enloquecido bajo las bocanadas del humo egipcio que caía, y que la Araña que colgaba del cuello de Timothy se refugiara en su oído, pidiendo un silencioso «santuario», mientras Timothy se alejaba de la ventana y se quedaba de pie admirando a Cecv, la mariscal dormida del tumulto, para luego subir a ver a Gran Abuela, sus vendas estallando de orgullo, sus ojos de lapislázuli en llamas, y luego caer por la escalera entre latidos de corazones y sonidos de bombas, como si hubiera atravesado una inmensa jaula, donde estuviera encerrada una pajarera con criaturas de medianoche, con las alas apurándose para llegar pero listas para partir, hasta que por fin, con un gran rugido y un sacudón de trueno, aunque no había habido relámpago, la última nube de la tormenta cubrió como una tapa el techo iluminado de Luna, las ventanas, una a una, se cerraron de golpe, las puertas dieron portazos, el cielo se limpió, los caminos quedaron vacíos.
Y en medio de todo ello, Timothy, atontado, dio un fuerte grito de placer.
Por el que mil sombras giraron. Dos mil ojos de Bestias ardieron en color amarillo, en color verde y en sulfuroso oro.
Y en la ronda centrífuga, el remolino atrajo a Timothy en su alegría inconsciente, y lo lanzó contra una pared, donde rápidamente la explosión lo aplastó, y desde allí, inmóvil y triste, sólo podía mirar el carrusel de formas y tamaños de bruma y niebla y caras de humo y piernas con cascos que, al pisar, sacaban chispas, cuando alguien lo arrancó de la pared a sacudones.
—Bien, tú debes de ser Timothy. ¡Sí, sí! Manos demasiado calientes. Cara y mejillas demasiado cálidas. Sudor en la frente. Hace años que no transpiro. ¿Qué es esto? —un puño deforme y peludo pegó a Timothy en el pecho—. ¿Será un pequeño corazón? ¿Martillando como un yunque? ¿Si?
Un rostro barbado miró a Timothy con una mueca de disgusto.
—Sí —dijo Timothy.
—¡Pobre muchacho, nada de eso, ya pronto haremos que se detenga!
Y con rugidos de risa, la mano helada y la cara de Luna fría se alejó brincando en la ronda.
—Ése —dijo la Madre, que estaba cerca— era tu tío Jasón.
—No me gusta —susurró Timothy.
—No tiene por qué gustarte, hijo, nadie tiene por qué gustarte. No está escrito en las cartas, como dicen. Él dirige funerales.
—¿Por qué tiene que dirigirlos —dijo Timothy— si sólo hay un lugar adonde ir?
—¡Bien dicho! ¡Necesita un aprendiz!
—Yo no —dijo Timothy.
—Tú no —dijo la Madre instantáneamente—. Ahora, enciende más velas. Pasa el vino —le dio una bandeja en la que había seis copas, llenas hasta el borde.
—No es vino, Madre.
—Es mejor que vino. ¿Quieres o no ser como nosotros?
—Sí. No. Sí. No.
Con un grito, Timothy dejó caer la bandeja al suelo y huyó por la puerta delantera para salir a la noche.
Donde una atronadora avalancha de alas cayó sobre él y le pegó en la cara, los brazos, las manos. Un gran desorden le cepilló las orejas, le nubló los ojos, le pinchó los puños que había levantado, cuando, en este entierro que le caía con un terrible rugido, Timothy vio un rostro que sonreía espantosamente y gritó:
—¡Einar! ¡Tío!
—¡Sí, Tío Einar! —gritó la voz, y Timothy fue alzado y lanzado al aire de la noche, donde quedó suspendido y chillando, hasta que el hombre con alas que había saltado riendo para tomarlo y hacerlo girar, lo abarajó de nuevo.
—¿Cómo supiste quién soy? —exclamó el hombre.
—Hay un solo tío con alas —logró decir Timothy, cuando se elevaron por sobre los techos, atacaron las gárgolas de hierro, volaron rasantes por el tejado y viraron hacia arriba para divisar las tierras de cultivo al este y el oeste, al norte y el sur.
—¡Vuela, Timothy, vuela! —exclamó Tío Einar, el dé las grandes alas de murciélago.
—¡Lo hago, lo hago! —se ahogó Timothy.
—¡No, vuela de verdad!
Y con risas, su buen tío lo soltó y Timothy cayó, aleteando con los brazos, y siguió cayendo, chillando hasta que Einar lo abarajó otra vez.
—¡Bueno, ya lo lograrás! —dijo Tío Einar—. Piensa. Desea. ¡Y con el deseo: hazlo!
Timothy cerró los ojos y flotó en medio del gran agitar de alas que llenaba el cielo y apagaba las estrellas. Sintió unos pequeños brotes de fuego en los hombros y deseó tener más y sintió que le crecían chichones y que querían estallar. Maldición y diablos. Diablos y maldición.
—Todo en su momento —dijo Tío Einar, adivinándole el pensamiento—. ¡Algún día lo harás, o no eres mi sobrino! ¡Rápido!
Volaron rasantes por el techo, espiaron las dunas del altillo donde Cecy soñaba, se aferraron al viento de Octubre que los llevó a las nubes y cayeron suavemente como plumas, para aterrizar en la entrada, donde dos docenas de sombras con niebla en vez de ojos, los recibieron con el alboroto apropiado y un aplauso de lluvia. —Lindo vuelo, ¿verdad, Timothy? —gritó Tío Einar, que nunca murmuraba; para él todo era una explosión extraordinaria, un estrépito de ópera—. ¿Suficiente?
—¡Suficiente! —Timothy lloraba de felicidad—. Oh Tío, gracias.
—Su primera lección —anunció Einar—. ¡Pronto el aire, el cielo, las nubes, serán tan suyas como mías!
Hubo más aplauso de lluvia, mientras Einar llevaba a Timothy junto a los fantasmas que bailaban cerca de las mesas y junto a los casi esqueletos de la fiesta. Las chimeneas expulsaban humos sin formas que luego tomaban las formas de sobrinos y primos recordados, que luego dejaban de ser humo y se cubrían de carne para quedar apiñados en el lugar de la orquesta de bailarines y la multitud se desparramaba en el lugar del banquete. Hasta que un gallo cantó en alguna granja distante.
Todos se quedaron rígidos, como si les hubiera dado un ataque. Se aquietó la locura. Los humos y nieblas y sombras de lluvia se derritieron por los escalones del sótano para ponerse a salvo, reposar y meterse en los recipientes y en las cajas con tapas de bronce. Tío Einar fue el último, que haciendo sonar los timbales al descender, riendo por alguna muerte recordada a medias, quizá la propia, quedó tendido en la caja más larga, y con más risas dejó que sus alas se calmaran y se acomodaran a cada lado, y con la última membrana de murciélago a buen resguardo sobre su pecho, cerró los ojos, hizo un gesto con el mentón, y la tapa, así convocada, se cerró sobre sus risas, como si él siguiera en vuelo, y el sótano fue todo silencio y obscuridad.
Timothy quedó abandonado en la madrugada fría. Todos se habían ido, todos dormían temerosos de la luz. Estaba solo, disfrutando del día y del Sol, pero al subir las escaleras de la Casa por alguna razón deseó amar la obscuridad y la noche, y dijo:
—Estoy cansado, Cecy. No puedo dormir. No puedo.
—Duerme —murmuró Cecy, cuando él se acostó a su lado en las arenas egipcias—. Óyeme. Duerme. Duerme.
Y él, obediente, se durmió.
Ocaso.
Tres docenas de tapas de cajas largas y huecas se abrieron de golpe. Tres docenas de filamentos, telarañas, ectoplasmas, treparon para latir y luego ser. Tres docenas de primos, sobrinos, tías y tíos se formaron del aire vibrante, una nariz aquí, una boca allá, un par de orejas, algunas manos levantadas y dedos gesticuladores, esperando que las piernas se extendieran, que los pies se moldearan, y que después caminaran en el suelo del sótano, en el mismo momento en que se abrieron los raros barriles que dejaron salir no vinos sino hojas de otoño como alas, y alas como hojas de otoño, que subieron sin pies por las escaleras, mientras de abajo de los tubos vacíos de la chimenea, en humos llenos de cenizas sopladas hacia afuera, sonaron melodías de ejecutantes invisibles, y un roedor de tamaño increíble hizo un acorde en el piano y esperó el aplauso.
En medio de eso, con un rugido volcánico, Timothy fue arrojado de un niño bestia a otro temido pariente, de modo que, al fin derrotado, se liberó de un tirón y huyó a la cocina donde algo se acurrucaba contra los empañados vidrios de las ventanas. Eso suspiraba y lloraba y tamborileaba continuamente y de pronto Timothy se encontró afuera, mirando hacia adentro, bajo la lluvia que caía, el viento que lo helaba y sin la penumbra de las velas. Se bailaban valses y él no sabía bailar. Se devoraban comidas y él no podía devorar, se bebían vinos y él no podía beber.
Timothy tiritó y corrió escaleras arriba a las arenas que iluminaba la Luna y a las dunas con forma de mujer y Cecy dormida en medio de ellas.
—Cecy —dijo suavemente—. ¿Dónde estás esta noche?
—Lejos, al oeste —dijo Cecy—. En California. Junto al mar salado, cerca de unas vasijas de barro y el vapor y el silencio. Soy la esposa de un granjero sentada en la entrada de una casa de madera. El Sol se pone.
—¿Qué más Cecy?
—Se Oye el susurro de las vasijas de barro —contestó ella—. De las vasijas de barro se alzan pequeñas gotas grises de vapor y las gotas se desgarran como goma y colapsan con un ruido de labios mojados. Y hay olor a sulfuro y un calor profundo y viejos tiempos. El dinosaurio se está cocinando aquí desde hace dos mil millones de años.
—¿Ya está hecho, Cecy?
Los calmos labios de la Durmiente sonrieron.
—Sí. Ahora es noche cerrada en las montañas. Estoy dentro de la cabeza de la mujer, mirando a través de los pequeños agujeros de su cráneo, oyendo el silencio. Vuelan aviones como pterodáctilos de inmensas alas. Más allá una pala mecánica Tiranosaurio observa a los ruidosos reptiles que vuelan en el cielo. Miro y huelo los olores de cocciones prehistóricas. Silencio, silencio…
—¿Cuánto tiempo te quedarás en su cabeza, Cecy?
—Hasta que haya escuchado y mirado y sentido lo suficiente como para cambiar su vida. Vivir dentro de ella no es como vivir en cualquier lugar del mundo. El valle con la pequeña casa de madera es un mundo de amanecer. Montañas negras lo encierran en el silencio. Cada media hora pasa un auto, haciendo brillar los faros en un pequeño camino de tierra y luego el silencio y la noche. Me quedo sentada en la puerta todo el día y miro las sombras que bajan de los árboles y se juntan en la gran noche. Espero que mi esposo vuelva a casa. Nunca lo hará. El valle, el mar, unos pocos autos, la entrada, la hamaca, yo, el silencio.
—¿Y ahora qué, Cecy?
—Salgo de la casa, voy hacia las vasijas de barro. Ahora hay humo cargado de sulfuro en todas partes. Un pájaro vuela llamando. ¡Estoy dentro del pájaro! Y mientras vuelo, miro hacia abajo con mis pequeños nuevos ojos de cuentas de vidrio y veo que la mujer da dos pasos y ¡se mete en las vasijas de barro! ¡Oigo un ruido como si despeñaran una gran roca! Veo una mano blanca que se hunde en un charco de barro. El barro la tapa. ¡Ahora estoy volando hacia Casa!
Algo golpeó en la ventana del altillo.
Cecy parpadeó.
—¡Ahora —rió— estoy aquí!
Cecy dejó que sus ojos vagaran en busca de Timothy.
—¿Por qué estás arriba en vez de en la Visita a Casa?
—Oh, Cecy —estalló él—, quiero hacer algo para que me vean, quiero ser tan bueno como ellos, quiero ser parte de ellos y pensé que tú quizá…
—Sí —murmuró ella—. ¡Párate derecho! ¡Ahora cierra los ojos y no pienses en nada, en nada!
Él se paró derecho y no pensó en nada.
Ella suspiró.
—¿Timothy? ¿Preparado? ¿Listo?
Cecy entró en los oídos de Timothy, como una mano en un guante.
—¡Ya!
—¡Miren todos!
Timothy alzó la copa del extraño vino rojo de la cosecha particular, para que todos vieran. Tías, tíos, primos, sobrinas, sobrinos.
La bebió.
Saludó a su hermanastra Laura y captó la mirada de ella para dejarla paralizada en el lugar. Luego le sostuvo los brazos por detrás, susurrando. Cortesmente, ¡le mordió el cuello!
Se apagaron las velas. Un viento zarandeó las tejas del techo. Tías y tíos se espantaron.
Timothy giró, se llenó la boca de hongos y los tragó; luego golpeó los brazos contra las caderas y corrió en círculos.
—¡Tío Emar! ¡Ahora voy a volar!
En la cima de la escalera, mientras aleteaba, Timothy oyó gritar a su Madre:
—¡No!
—¡Sí! —Timothy se lanzó hacia abajo agitando los brazos.
A medio camino, sus alas se desintegraron. Chillando, cayó.
Pero lo abarajó Tío Einar.
Timothy se retorció abiertamente, mientras una voz le brotaba de los labios.
—¡Esto es Cecy! —gritó la boca—. ¡Cecy! ¡Vengan y vean! ¡En el altillo! —risas; Timothy intentó sujetarse la boca.
Risas. Einar lo dejó en el suelo. Timothy pasó corriendo entre la multitud que se esforzaba por llegar hasta Cecy, abrió la puerta de adelante de una patada y salió y…
Y vomitó el vino y los hongos, en la fría noche de otoño.
—¡Cecy, te odio, te odio!
En el granero, en sombras, Timothy lloró amargamente y se tiró en una parva de heno oloroso. Luego se quedó quieto. Abandonando la protección de la caja de fósforos que usaba como refugio, la Araña salió arrastrándose del bolsillo de la camisa de Timothy y le recorrió el hombro y el cuello para trepar hasta la oreja.
Timothy tembló.
—No, no. ¡No lo hagas!
El tanteo delicado de las patas en el tímpano, pequeña señal de gran ansiedad, hizo que los gritos de Timothy cesaran.
Entonces la Araña bajó por la mejilla de él, se detuvo debajo de la nariz, tanteó las fosas nasales como si buscara allí la melancolía y luego subió para sentarse en la punta de la nariz, y miró a Timothy, hasta que él estalló de risa.
—¡Fuera, Arach! ¡Vete!
En respuesta, la Araña se deslizó hacia abajo y con dieciséis movimientos delicados tejió un zigzag de filamentos sobre la boca de Timothy que sólo podía decir:
—¡Mmmmmm!
Timothy se sentó, agitando el heno.
El Ratón estaba en el bolsillo de la camisa de Timothy, pequeño consuelo acurrucado contra su pecho y su corazón.
Y Anuba estaba enroscada, como una suave pelota, dormida, soñando con muchos peces que nadaban en arroyos de ensueño.
La Tierra ahora estaba pintada de luz de Luna. En la gran Casa había risas desatadas, mientras que, con un espejo inmenso, jugaban a «Espejo, Espejo». Los celebrantes rugían, tratando de identificar a aquellos cuyos reflejos no aparecían, porque jamás lo habían hecho, y nunca lo harían.
Timothy rompió la telaraña de Arach de sus labios:
—¿Y ahora qué?
Arach cayó al suelo y se dirigió rápidamente hacia la Casa, pero Timothy la atrapó y la colocó de nuevo en su oreja.
—Bueno. Vamos en busca de diversión, no importa lo que pase.
Timothy corrió. Detrás de él, el Ratón corrió con pasos cortos y Anuba, con pasos largos. A mitad del patio, una lona verde encerada que cayó del cielo aprisionó a Timothy, con alas de seda contra el suelo.
—¡Tío!
—Timothy —las alas de Einar batían como timbales. Timothy fue colocado como un dedal en los hombros de Einar—. Alégrate, sobrino. ¡Cuánto más interesante es todo para ti! Nuestro mundo está muerto. Todo gris de tumba. La vida es mejor para los que viven menos, vale lo que pesa, vale lo que pesa.
Desde la medianoche en adelante, Tío Einar lo llevó volando por la Casa, de cuarto en cuarto, saludando, cantando, y llevaron abajo a Mil Veces Gran Abuela, envuelta en sus ornamentos egipcios, rollo sobre rollo de vendas de lino, enroscadas en sus frágiles huesos de arquíptero. Ella se quedó de pie en silencio, tiesa como un gran pan del Nilo, y sus ojos destellaban un fuego sabio y silencioso. En el desayuno previo al amanecer, la apoyaron en la cabecera de la larga mesa y dejó que le mojaran la boca cenicienta con sorbos de vinos increíbles.
Se alzó el viento, las estrellas brillaron, las danzas se aceleraron. Las numerosas sombras giraban, burbujeaban, desaparecían, reaparecían.
Luego jugaron a los «Ataúdes». Una ronda de jugadores marchó al compás de la flauta alrededor de una fila de ataúdes que se fueron quitando, uno a uno. Se eliminaron por turno dos, cuatro, seis, ocho jugadores que compitieron para ocupar el pulido interior de las cajas, hasta que quedó un solo ataúd. Entonces Timothy y su tímido primo Rob dieron vueltas alrededor de él con cuidado. La flauta dejó de tocar. Pájaro al nido, Timothy se lanzó hacia la caja. ¡Rob saltó primero! ¡Aplausos!
Risas y charla.
—¿Cómo está la hermana de Einar?… la de las alas.
—Lotte voló sobre Persia la semana pasada y la mataron a flechazos. Un pájaro para un banquete. ¡Un pájaro!
Una cueva de vientos era la risa de todos.
—¿Y Carl?
—¿El que vive bajo los puentes? Pobre Carl. No hay lugar para él en Europa. ¡Reconstruyen nuevos puentes con bendiciones de Agua Bendita! Carl es un refugiado. Hay más exiliados de la cuenta esta noche.
—¿Cierto? ¿En todos los puentes, eh? Pobre Carl.
—¡Escuchen!
La fiesta se detuvo. A lo lejos, el reloj de la ciudad dio las seis. La Visita a Casa había terminado. Al ritmo de las campanadas del reloj, cien voces empezaron a cantar canciones de siglos de antigüedad. Tíos y tías se tomaron de la cintura, girando, cantando, y en algún lugar en el lejano frío de la mañana, el reloj del pueblo dejó de sonar y quedó en silencio.
Timothy cantó.
No conocía las palabras ni la melodía, pero cantó y las palabras y la melodía eran puras, redondas y altas y hermosas.
Al terminar, alzó la vista al altillo de arenas egipcias y sueños.
—Gracias, Cecy —susurró.
Sopló un viento. La voz de Cecy le salió de la boca con un eco.
—¿Me perdonas?
—Estás perdonada, Cecy —dijo él.
Entonces Timothy se aflojó y dejó que la boca se le moviera a su antojo y continuó la canción, rítmica, pura, melodiosa.
Se decían adiós con un largo susurro. La Madre y el Padre seriamente felices junto a la puerta, besaban cada mejilla que partía. El cielo se coloreó y se iluminó al este. Sopló un viento frío. Todos debían alzarse y volar al oeste para dar la vuelta al mundo y ganarle al Sol. Apúrense, ¡ay!, no pierdan tiempo.
Timothy escuchó otra vez una voz en su cabeza, y dijo:
—Sí, Cecy. Me gustaría eso. Gracias.
Y Cecy lo ayudó a entrar en un cuerpo y luego en otro. Instantáneamente, se sintió dentro del cuerpo de un primo antiguo que, junto a la puerta, se inclinaba y besaba los pálidos dedos de la Madre, y ahora ¡Timothy la miraba desde el rostro de piel arrugada! Entonces, el primo avanzó hacia el viento que lo arrebató y lo arrojó como un puñado de hojas sobre las colinas que despertaban.
Un sacudón y Timothy se encontró detrás de otro rostro en la puerta, todo adioses. Era el rostro de Primo Wilham.
Primo William, veloz como el humo, corrió por el camino de tierra, con los rojos ojos ardientes, con la piel rosada por la mañana, con los pies que trotaban en la certeza del silencio, jadeando al subir la colina para lanzarse al vacío y, de pronto, en vuelo, se alejó.
Entonces Timothy se encontró dentro de una alta figura de paraguas y miró por los ojos locamente divertidos de Tío Einar, que alzó a un diminuto cuerpo pálido: ¡Timothy! ¡Alzándose a sí mismo!
—Pórtate bien, Timothy. ¡Te veré pronto!
Más ligero que hojas en el aire, con un sonido atronador de alas, más rápido que una figura de lobo en el camino del campo, y yendo tan ligero que se borroneaban las huellas en la Terra y se inclinaban las últimas estrellas, Timothy voló, como un guijarro puesto en la boca de Tío Einar, a quien acompañó hasta la mitad de su vuelo.
Luego cayó de pronto en su propia carne.
Los gritos y las risas se desvanecían. Todos se abrazaban y lloraban y pensaban que tenían cada vez menos cabida en el mundo. Hubo un tiempo en que se encontraban todos los años, pero ahora pasaban décadas sin reunirse.
—No olviden que nos volveremos a encontrar en Salem en el 2009 —gritó alguien.
Salem. La mente adormecida de Timothy captó la palabra. Salem, 2009. Y estarían Tío Fry y Abuela y Abuelo y Mil Veces Gran Abuela en su envoltorio gastado. Y la Madre y el Padre y Cecy y todos los demás. ¿Pero viviría él hasta entonces?
Con una última ráfaga de viento, se fueron todos, tantas bufandas, tantos mamíferos inquietos, tantas hojas de otoño, tantos lobos corriendo, tantos gemidos y amontonamientos, tantas medianoches y amaneceres y sueños y despertares.
La Madre cerró la puerta.
El Padre bajó al sótano.
Timothy atravesó el corredor cubierto de crespón. Al pasar con la cabeza inclinada frente al espejo de la fiesta, vio la palidez mortal de su rostro y tiritó.
—Timothy —dijo la Madre.
Con una mano le acarició el rostro.
—Hijo, te queremos. Todos te queremos. No importa que seas diferente, no importa que nos dejes un día —besó su mejilla—. Y si mueres, y cuando mueras, nos ocuparemos de que tus huesos no sean perturbados, descansarás tranquilo para siempre y yo iré a verte cada Víspera de Todos los Santos y te acomodaré en la mayor seguridad.
Las tapas lustrosas resonaron en los corredores al cerrarse.
La Casa quedó en silencio. A lo lejos, el viento pasó encima de la colina con su último cargamento de pequeños y obscuros vuelos, retumbando, charlando.
Timothy subió los escalones, uno a uno, llorando para sí, todo el camino.