Capítulo Cinco: La bruja errante

Cecy voló al aire, sobre los valles, bajo las estrellas, por encima de un río, de una laguna, de un camino. Voló invisible como los vientos de otoño, fresca como el aliento del trébol que crece en los campos a la luz de las estrellas. Se elevó en bandada de palomas tan suaves y blancas como el armiño, se detuvo en los árboles y vivió en las hojas, que cayeron en tonos de fuego cuando sopló la brisa. Se sentó en una rana verde lima, fresca como la menta, junto a un charco iluminado. Trotó en un perro lleno de abrojos y ladró para oír el eco de las paredes de los graneros distantes. Vivió en fantasmas de dientes de león o en brumas dulces y claras que se alzan de la Tierra olorosa.

Adiós al verano —pensó Cecy—. Esta noche estaré en todas las cosas vivas del mundo. Entonces habitó los prolijos grillos de los caminos cubiertos de brea y más tarde se salpicó de rocío sobre un portón de hierro.

—Amor —dijo—. ¿¡Dónde está mi amor!?

Lo había dicho en la cena. Y sus padres se habían quedado rígidos en las sillas. «Paciencia», le aconsejaron. «Recuerda que eres extraordinaria. Toda nuestra familia es rara y extraordinaria. No debemos casarnos con gente común. Perderíamos nuestras almas obscuras, si lo hiciéramos. No querrías perder tu capacidad de viajar siguiendo tus deseos, ¿verdad? Entonces, ten cuidado. ¡Cuidado!».

Pero en su dormitorio del altillo, Cecy se había puesto perfume y se había tendido, temblorosa e inquieta, en su cama con dosel, mientras una Luna del color de la rosa blanca se elevaba sobre el campo de Illinois, convirtiendo en crema los ríos y en platino los caminos.

—Sí —suspiró—. Soy la que en una familia rara vuela por las noches como los murciélagos negros. Puedo vivir en cualquier cosa: un guijarro, un azafrán o una mantis religiosa. ¡Ahora!

El viento la llevó sobre los campos y los pastizales.

Vio las luces cálidas de las pequeñas casas de campo y de las granjas, que brillaban con colores de atardecer.

Si no puedo enamorarme porque soy rara —pensó—, ¡entonces me enamoraré a través de otra persona! Fuera de la casa, en una granja, en la noche fresca, una chica de pelo obscuro, de no más de diecinueve años, sacaba cantando el agua de un profundo pozo de piedra.

Cecy cayó, hoja muerta, en el pozo. Se quedó tendida en el tierno musgo del fondo, mirando la fresca obscuridad. Ahora se agitó en una ameba invisible. ¡Ahora en una gota de agua! Por fin, en un jarro frío, sintió que la niña se la llevaba a los labios cálidos. Hubo un suave sonido nocturno al beber.

Cecy miró afuera desde los ojos de la niña.

Había entrado en la cabeza obscura y a través de los ojos brillantes veía las manos que tiraban de la tosca soga. A través de los oídos, oía el mundo de la niña. A través de la delicada nariz, olía su universo particular y sentía que este corazón especial latía, latía. Sentía que la lengua extraña se movía cantando.

La niña se sobresaltó. Fijó la vista en los campos nocturnos.

—¿Quién anda ahí?

No hubo respuesta.

Sólo el viento —susurró Cecy.

—Sólo el viento —la niña rió, pero tuvo un escalofrío.

Tenía buen cuerpo esta niña. Sus huesos eran del más fino y delicado marfil, cubiertos de carnes redondas. El cerebro era como una rosa de color té, que florecía en la obscuridad, y había sidra en la boca. Los labios descansaban firmes sobre los dientes muy blancos y las cejas se arqueaban prolijas ante el mundo y el pelo soplaba suave y fino sobre su cuello lechoso. Los poros pequeños y juntos. La nariz respingada hacia la Luna y las mejillas como pequeños fuegos. El cuerpo iba a la deriva con balanceos de pluma, de un movimiento a otro, y siempre parecía estar acunándose a sí mismo. Estar en este cuerpo era como calentarse ante el hogar, vivir en el ronroneo de un gato dormido, agitarse en las aguas frescas del arroyo, que fluyen de noche hacia el mar.

¡Sí! —pensó Cecy.

—¿Qué? —preguntó la niña, como si hubiese oído.

¿Cómo te llamas? —preguntó Cecy cuidadosa.

—Ann Leary —la niña se agitó—. ¿Por qué dije eso en voz alta?

—Ann, Ann —susurró Cecy—. Ann, vas a estar enamorada.

Como si fuera una respuesta, se oyó un gran rugido en el camino, un traqueteo y un sonido de ruedas en la grava. Llegó un auto sin capota, con un hombre alto al volante, los brazos enormes, la sonrisa brillando a través del patio.

—¡Ann!

—¿Eres tú, Tom?

—¿Quién, si no? —saltó del auto, riendo.

—¡Yo no hablo contigo! —Ann se dio vuelta y salpicó el agua del balde.

¡No! —exclamó Cecy.

Ann se quedó paralizada. Observó las colinas y las primeras estrellas. Miró al hombre llamado Tom. Cecy hizo que Ann dejara caer el balde.

—¡Mira lo que has hecho!

Tom se acercó corriendo.

—¡Mira lo que me hiciste hacer!

Él le pasó su pañuelo por los zapatos, riendo.

—¡Déjame! —ella le pateó las manos, pero él volvió a reír. Desde muchos kilómetros de distancia, Cecy vio la forma de la cabeza de Tom, el tamaño de su cráneo, las fosas de su nariz, el brillo de sus ojos, la medida de sus hombros y la dura fuerza de sus manos que hacían un gesto delicado con el pañuelo. Observando desde el altillo secreto de la hermosa cabeza de Ann, Cecy tiró de un oculto cable de ventrílocuo y la linda boquita se abrió:

—¡Gracias!

—Ah, así que tienes buenos modales —dijo Tom. El olor del cuero en sus manos, el olor del auto sin capota, el olor de su ropa llegó a la nariz sensible de Cecy, que estaba lejos, muy lejos, más allá de los campos nocturnos y de los pastizales de otoño, y que se agitó como si estuviera soñando en su cama.

—¡No, para ti, no! —dijo Ann.

—Ssh, habla con suavidad —dijo Cecy, y llevó los dedos de Ann hacia la cabeza de Tom. Ann los retiró.

—¡Me he vuelto loca!

—Así es —asintió él, sonriente pero confundido—. ¿Ibas a tocarme?

—No lo sé. ¡Vete! —sus mejillas se encendieron con carbones rosa.

—¡Vete! Yo no te detengo —Tom se puso de pie—. ¿Cambiaste de idea? ¿Vendrás al baile conmigo esta noche?

—No —dijo Ann.

—¡Si! —exclamó Cecy—. Nunca he bailado. Nunca me puse un vestido largo y susurrante. Quiero bailar toda la noche. Nunca supe cómo es estar en una mujer, bailando; mi Padre y mi Madre no me lo permiten. Perros, gatos, grillos, hojas, todo lo demás en el mundo he conocido, en uno u otro momento, pero nunca a una mujer en primavera, nunca en una noche como ésta. ¡Por favor, tenemos que bailar!

Extendió su pensamiento en la cabeza de Ann como los dedos de la mano en un guante nuevo.

—Sí —dijo Ann Leary—, no sé por qué, pero iré contigo esta noche, Tom.

—Vete adentro, ¡rápido! —exclamó Cecy—. ¡Lávate, dile a tus padres, ponte el vestido, ve a tu cuarto!

—Madre —dijo Ann—, ¡cambié de idea!

El auto rugió por el camino, los cuartos de la casa se llenaron de vida, el agua se agitó en el baño, mientras la madre corría de aquí para allá con alfileres en la boca.

—¿Qué te pasa Ann? ¡No te gusta Tom!

—Es verdad —Ann se detuvo en medio de la febril actividad.

¡Pero es la despedida del verano! —pensó Cecy—. Verano, antes de que llegue el invierno.

—Verano —dijo Ann—. Adiós.

Bueno para bailar —pensó Cecy.

—… bailar —murmuró Ann Leary.

Estaba en la bañera y la espuma cremosa del jabón le cubría los hombros de foca blanca, pequeñas pompas de jabón bajo los brazos, la carne de sus pechos calientes se movía en sus manos, y Cecy que le movía la boca, le dibujaba una sonrisa, y hacía que la acción continuara. No debía de haber pausa, porque toda la pantomima podía desplomarse. Había que tener a Ann Leary moviéndose, haciendo, actuando, lava aquí, jabón allá, ¡ahora, fuera!

—¡Tú! —Ann se miró en el espejo, toda blancura y color rosa, como azucenas y claveles—. ¿Quién eres…?

—Una niña de diecisiete años —Cecy la miró desde sus ojos violetas—. No puedes verme. ¿Sabes que estoy aquí?

Ann Leary sacudió la cabeza.

—Seguro que le he prestado mi cuerpo a una bruja de fin de verano.

—¡Casi! —rió Cecy—. ¡Ahora vístete!

El lujo, al sentir la seda fina sobre el cuerpo esbelto. Y luego, afuera, el saludo.

—Ann, ¡volvió Tom!

—Dile que espere —Ann se sentó—. No voy a ir a ese baile.

—¿Qué? —exclamó su madre.

Cecy se puso alerta. En un momento fatal, por un instante, había dejado el cuerpo de Ann. Había escuchado el sonido del auto que corría en el campo iluminado de Luna y había pensado: Encontraré a Tom, me instalaré en su cabeza y veré cómo es ser un hombre de veintidós años en una noche como ésta. Y así se había lanzado por el camino, pero ahora había vuelto, como el pájaro a la jaula, para llamar en la cabeza de Ann.

—¡Ann!

—¡Dile que se vaya!

—¡Ann!

Pero Ann se mordía los labios.

—¡No, no, lo odio!

No debí irme ni un momento —Cecy derramó su mente en las manos de la niña, en el corazón, en la cabeza, suavemente, suavemente—. De pie —pensó.

Ann se puso de pie.

¡Ponte el abrigo!

Ann se puso el abrigo.

¡Vamos!

—¡No!

¡Vamos!

—Ann —dijo su madre— vamos, sal. ¿Qué te pasa?

—Nada, madre. Buenas noches. Volveremos tarde.

Ann y Cecy corrieron juntas a la noche de fin de verano.

Un cuarto lleno de palomas que bailaban suavemente agitando las plumas silenciosas, un cuarto lleno de pavos reales, un cuarto lleno de ojos irisados y de luces. Y en el centro, Ann Leary bailaba dando vueltas y más vueltas.

—Es una noche hermosa —dijo Cecy.

—Es una noche hermosa —dijo Ann.

—Estás rara —dijo Tom.

La música los llevaba girando por rincones en penumbra, en torrentes de canción; flotaron, se hundieron, rebotaron, se elevaron por el aire, suspiraron, se asieron el uno al otro como si se ahogaran y siguieron girando en abanicos y susurros y suspiros al compás de «Hermoso Ohio».

Cecy tarareaba. Se abrieron los labios de Ann. Salió la música.

Sí, rara —dijo Cecy.

—No eres la misma —dijo Tom.

—Esta noche no.

—No eres la Ann Leary que conozco.

No, para nada, para nada —susurró Cecy a muchos kilómetros de distancia.

—No, para nada —dijeron los labios de Ann que se movieron.

—Tengo una sensación muy graciosa —dijo Tom. La llevó bailando y le estudió el rostro iluminado, buscando algo—. Tus ojos, no logro entenderlo.

¿Me ves? —preguntó Cecy.

—Estás aquí, Ann, y no estás —la hizo girar con cuidado, a un lado y al otro.

—Sí.

—¿Por qué viniste conmigo?

—Yo no quería venir —dijo Ann.

—¿Entonces por qué?

—Algo me obligó a hacerlo.

—¿Qué?

—No lo sé —la voz de Ann sonaba levemente histérica.

—Vamos, vamos, calla —susurró Cecy—. Calla, eso es, así. Vueltas y vueltas.

Suspiraron y rozaron sus ropas y se elevaron y cayeron en la obscuridad y la música los hacía girar.

—Pero viniste —dijo Tom.

—Lo hice —dijeron Cecy y Ann.

—Por aquí —la sacó bailando por una puerta abierta y se la llevó silenciosamente del salón y la música y la gente.

Se subieron al auto descapotable y allí se quedaron.

—Ann —dijo Tom y tembló al tomarle las manos—. Ann —pero la manera en que dijo el nombre de ella fue como si no fuera el nombre de ella. Miró el rostro pálido y ahora los ojos de Ann estaban abiertos otra vez—. Yo te amaba, lo sabes —dijo.

—Lo sé.

—Pero siempre te has mantenido distante y yo no quería sufrir.

—Somos muy jóvenes —dijo Ann.

—No quise decir eso, lo siento —dijo Cecy.

—¿Qué quieres decir? —Tom le soltó las manos.

La noche era cálida y el olor de la Tierra los envolvía y los árboles frescos impulsaban una hoja contra otra, con sacudidas y roces.

—No lo sé —dijo Ann.

—Oh, pero yo sé —dijo Cecy—. Eres alto y eres el hombre más buen mozo del mundo. Ésta es una noche hermosa, es una noche que siempre recordaré, por haber estado contigo —estiró la mano ajena y fría para encontrar la mano remisa de él y atraerla de nuevo y calentarla y retenerla con fuerza.

—Pero —dijo Tom, parpadeando— esta noche estás aquí, estás allí. De una manera, un momento, y de otra, al siguiente. Quería traerte al baile para recordar viejos tiempos. Hablaba en broma la primera vez que te invité. Y entonces, cuando estábamos parados junto al pozo, supe que algo había cambiado en ti. Había algo nuevo y suave, algo… —buscó la palabra—. No lo sé, no puedo decirlo. Algo en tu voz. Y sé que estoy enamorado de ti otra vez.

—No —dijo Cecy—. De mí, de mí.

—Y tengo miedo de estar enamorado —dijo—, me harás sufrir.

—Quizá —dijo Ann.

¡No, no, te amaría con todo mi corazón! —pensó Cecy—. Ann, dilo por mí. ¡Dile que lo amarías!

Ann se quedó callada.

Tom se acercó silenciosamente para acariciarla en la mejilla.

—Tengo un trabajo a ciento cincuenta kilómetros de aquí. ¿Me extrañarás?

—Sí —dijeron Ann y Cecy.

—¿Puedo darte un beso de despedida?

—Si —dijo Cecy antes de que nadie más pudiera hablar.

Él apoyó sus labios en la boca ajena. Besó la boca ajena y tembló.

Ann se quedó quieta como una estatua blanca.

—¡Ann! —dijo Cecy—. ¡Muévete! ¡Abrázalo!

Ann se quedó quieta como una muñeca de madera bajo la luz de la Luna.

Nuevamente él le besó los labios.

—Sí, te amo —susurró Cecy—. Estoy aquí, yo soy la que ves en sus ojos, y yo te amo, si ella no lo hace.

Él se alejó y pareció recorrer una gran distancia.

—No sé qué pasa. Por un momento…

—¿Sí?

—Por un momento pensé… —se tapó los ojos con las manos—. No importa. ¿Te llevo a casa ahora?

—Por favor —dijo Ann Leary.

Cansado, condujo el auto. Volvieron temprano acompañados por el rumor y el movimiento del auto iluminado por la Luna, a las once de la noche del Verano-Otoño, entre los pastizales brillantes y los campos vacíos que pasaban junto a ellos.

Y Cecy, mirando los campos y los pastizales, pensó: Valdría la pena, valdría la pena cualquier cosa con tal de estar con él desde esta noche. Y oyó las voces de sus padres: «Cuidado. ¿No querrías verte disminuida, verdad, casada con una simple criatura atada a la Tierra?».

Sí, sí —pensó Cecy—, renunciaría incluso a eso, aquí y ahora, si él me quisiera. Entonces no tendría que vagar por las noches perdidas, no necesitaría vivir en pájaros y perros y gatos y zorros, sólo necesitaría estar con él. Sólo él.

El camino pasaba debajo, susurrando.

—Tom —dijo Ann por fin.

—¿Qué? —él miró con frialdad el camino, los árboles, el cielo, las estrellas.

—Si en algún momento pasas por Green Town en Illinois, cerca de aquí, ¿me harías un favor?

—¿Qué?

—¿Irías a ver a una amiga mía? —Ann Leary lo dijo entrecortada, torpemente.

—¿Por qué?

—Es una buena amiga. Le hablé de ti. Te daré su dirección —cuando el auto se detuvo en la granja, Ann sacó un lápiz y un papel de su pequeña cartera y escribió a la luz de la Luna, apretando el papel contra su rodilla—. ¿Puedes leerlo?

Tom echó una mirada al papel y asintió confundido.

Leyó las palabras.

—¿La visitarás algún día? —la boca de Ann se movió.

—Algún día.

—¿Me lo prometes?

—¿Qué tiene que ver esto con nosotros? —exclamó él, salvajemente—. ¿Qué me importan los nombres y los papeles? —hizo un bollo con el papel.

—¡Por favor, promételo! —rogó Cecy.

—… promete… —dijo Ann.

—Bueno, bueno, basta —gritó él.

Estoy cansada —pensó Cecy—. No puedo quedarme. Debo volver a casa. Sólo puedo volar unas pocas horas cada noche. Pero antes de irme…

—… antes de irme… —dijo Ann.

Besó a Tom en los labios.

—Soy yo la que te beso —dijo Cecy.

Tom se alejó de Ann Leary, la miró profundamente, la miró a lo más profundo. No dijo nada, pero su cara empezó a relajarse lenta, muy lentamente, y las arrugas desaparecieron, y la tirantez de su boca se suavizó, y miró profundamente otra vez el rostro iluminado de Luna que tenía ante él.

Entonces la dejó bajar del auto, y sin decirle buenas noches, se alejó rápidamente por el camino.

Cecy la soltó.

Ann Leary, llorando, liberada de su prisión, corrió por el sendero bajo el brillo de la Luna hasta su casa y cerró de un portazo.

Cecy se quedó sola un rato. En los ojos de un grillo vio el cálido mundo de la noche. En los ojos de una rana estuvo sentada un momento solitario junto a un estanque. En los ojos de un ave nocturna miró hacia abajo desde un alto olmo visitado por la Luna, y vio apagarse las luces en dos granjas, una aquí y otra a un kilómetro de distancia. Pensó en sí misma y en su Familia y en su extraño poder y en el hecho de que nadie de la Familia jamás podría casarse con nadie de este vasto mundo de más allá de la colina.

¿Tom? —su mente debilitada voló en un ave nocturna bajo los árboles y sobre los espesos campos de mostaza silvestre—. ¿Aún tienes el papel, Tom? ¿Vendrás algún día, algún año, alguna vez, a verme? ¿Me reconocerás entonces? ¿Me mirarás a la cara y recordarás dónde fue que me viste por última vez y sabrás que me amas como yo a ti, con toda el alma y por siempre jamás?

Se detuvo en el fresco aire de la noche, a un millón de kilómetros de los pueblos y de la gente, por encima de las granjas y los continentes y los ríos y las colinas. ¿Tom? —suavemente.

Tom estaba dormido. Era de noche tarde, su traje estaba colgado en una silla. En su mano silenciosa, cuidadosamente apoyada en la almohada blanca, cerca de la cabeza, había un pequeño pedazo de papel con algo escrito. Lenta, muy lentamente, de a milímetros, sus dedos se cerraron y lo apretaron. Y no se movió y tampoco notó que un mirlo, apenas maravilloso, batió suavemente las alas por un instante contra los cristales de claro de Luna de la ventana y, luego, aleteando callado, se detuvo, y voló hacia el este, sobre la Tierra dormida.