Mucho antes de que hubiera alguien para oír, ya existía el lugar del Alto Ático, donde el clima había entrado por los vidrios rotos, desde nubes vagabundas que iban a ninguna parte, a alguna parte, a cualquier parte; el clima había logrado que el Ático hablara consigo mismo, mientras tendía un jardín japonés de arena, de ceniza en los tablones.
Nadie podía decir lo que las brisas y los vientos suspiraban y murmuraban mientras sacudían las míseras tejas, excepto Cecy, que había llegado un poco después que la gata para convertirse en la más bella y la más especial de las hijas de la Familia —que se instalaría en el lugar—, con su talento para llegar a los oídos de la gente, de allí al interior de las mentes y de allí a los sueños; Cecy se estiró en las arenas del antiguo jardín japonés y dejó que las pequeñas dunas la mecieran, mientras el viento jugaba con el techo. Allí oyó los lenguajes del clima y de lejanos lugares y supo, por un lado, lo que pasaba más allá de la colina, o del mar, y por el otro, de un mar más lejano que tenía la edad del hielo antiguo, que soplaba desde el norte, y el eterno verano que respiraba suavemente desde el Golfo y la selva del Amazonas.
Mientras yacía dormida, Cecy aspiraba las estaciones del tiempo y escuchaba el rumor de las aldeas en las praderas al otro lado de las montañas, y si se le preguntaba, a la hora de las comidas, hablaba de las ocupaciones violentas o serenas de extraños a diez mil kilómetros de distancia. Tenía la boca llena de chismes percibidos durante la noche con los ojos cerrados, de personas que nacían en Boston o morían en Monterrey.
La Familia repetía a menudo que, si se metía a Cecy en una pequeña caja de música como esos cilindros de bronce llenos de pinches, y se la hacía girar, tocaría la melodía de los barcos que entraran a puerto o de los barcos que zarparan y, por qué no, la de toda la geografía de este mundo azul, y también la del Universo.
En síntesis, Cecy era la diosa de la sabiduría y la Familia, que sabía esto, la trataba como si fuera de porcelana, la dejaba dormir a toda hora, sabiendo que, cuando despertara, su boca tendría el eco de doce lenguas y veinte opiniones, suficiente filosofía para entender a Platón al mediodía o a Aristóteles a la medianoche.
Y ahora el Alto Ático esperaba con sus orillas árabes de tierra y con sus arenas japonesas de blanco puro, y las tejas se movieron y susurraron, llamando al futuro cercano, cuando las delicias de la pesadilla volvieron a casa.
Entonces el Alto Ático susurró.
Y Cecy se conmovió al escucharlo.
En medio de la confusión de alas, de la colisión de brumas y nieblas y almas como cintas de humo, Cecy vio su propia alma y sus deseos.
Apúrate, pensó. ¡Rápido! Corre. Vuela. ¿Para qué?
—¡Quiero estar enamorada!