Capítulo Cuatro: La Durmiente y sus sueños

Mucho antes de que hubiera alguien para oír, ya existía el lugar del Alto Ático, donde el clima había entrado por los vidrios rotos, desde nubes vagabundas que iban a ninguna parte, a alguna parte, a cualquier parte; el clima había logrado que el Ático hablara consigo mismo, mientras tendía un jardín japonés de arena, de ceniza en los tablones.

Nadie podía decir lo que las brisas y los vientos suspiraban y murmuraban mientras sacudían las míseras tejas, excepto Cecy, que había llegado un poco después que la gata para convertirse en la más bella y la más especial de las hijas de la Familia —que se instalaría en el lugar—, con su talento para llegar a los oídos de la gente, de allí al interior de las mentes y de allí a los sueños; Cecy se estiró en las arenas del antiguo jardín japonés y dejó que las pequeñas dunas la mecieran, mientras el viento jugaba con el techo. Allí oyó los lenguajes del clima y de lejanos lugares y supo, por un lado, lo que pasaba más allá de la colina, o del mar, y por el otro, de un mar más lejano que tenía la edad del hielo antiguo, que soplaba desde el norte, y el eterno verano que respiraba suavemente desde el Golfo y la selva del Amazonas.

Mientras yacía dormida, Cecy aspiraba las estaciones del tiempo y escuchaba el rumor de las aldeas en las praderas al otro lado de las montañas, y si se le preguntaba, a la hora de las comidas, hablaba de las ocupaciones violentas o serenas de extraños a diez mil kilómetros de distancia. Tenía la boca llena de chismes percibidos durante la noche con los ojos cerrados, de personas que nacían en Boston o morían en Monterrey.

La Familia repetía a menudo que, si se metía a Cecy en una pequeña caja de música como esos cilindros de bronce llenos de pinches, y se la hacía girar, tocaría la melodía de los barcos que entraran a puerto o de los barcos que zarparan y, por qué no, la de toda la geografía de este mundo azul, y también la del Universo.

En síntesis, Cecy era la diosa de la sabiduría y la Familia, que sabía esto, la trataba como si fuera de porcelana, la dejaba dormir a toda hora, sabiendo que, cuando despertara, su boca tendría el eco de doce lenguas y veinte opiniones, suficiente filosofía para entender a Platón al mediodía o a Aristóteles a la medianoche.

Y ahora el Alto Ático esperaba con sus orillas árabes de tierra y con sus arenas japonesas de blanco puro, y las tejas se movieron y susurraron, llamando al futuro cercano, cuando las delicias de la pesadilla volvieron a casa.

Entonces el Alto Ático susurró.

Y Cecy se conmovió al escucharlo.

En medio de la confusión de alas, de la colisión de brumas y nieblas y almas como cintas de humo, Cecy vio su propia alma y sus deseos.

Apúrate, pensó. ¡Rápido! Corre. Vuela. ¿Para qué?

—¡Quiero estar enamorada!