Cielo que truena

Después de Irak, fue Yugoslavia.

Desde lejos, desde México, Aleksander escuchaba por teléfono la furia de la guerra sobre Belgrado. Cuando los teléfonos funcionaban, a veces sí, a veces no, él recibía la voz de Slava Lalicki, su madre, que apenas se hacía oír entre el estrépito de las bombas y el alarido de las sirenas.

Llovían los misiles sobre Belgrado, y cada estallido se repetía muchas veces en la cabeza de Slava.

Noche tras noche, durante setenta y ocho noches de la primavera de 1999, ella no pudo dormir.

Cuando la guerra terminó, tampoco pudo:

Es el silencio —decía—. Este silencio insoportable.