Sylvia Murninkas estaba patinando por la costa de Montevideo, una serena tarde de luces, cielo sin nubes, aire sin viento, cuando escuchó ruidos de guerra.
El combate ocurría en el hotel Rambla. La planta baja del hotel, en plena remodelación, estaba en escombros, y sobre la basura de cascotes y de astillas había una alfombra de plumas blancas.
Sylvia retrocedió espantada. Los símbolos de la paz se estaban matando a picotazos: se lanzaban en ráfagas, se trenzaban en el aire, se estrellaban contra los ventanales y volvían, bañados en sangre, otra vez al ataque.