Ecos

Se fue, pero se quedó. Fray Tito estaba libre, exiliado en Francia, pero seguía preso en Brasil. Los amigos le decían lo que los mapas decían, que el país de sus verdugos quedaba lejos, al otro lado del océano, pero eso de nada servía: él era el país donde sus verdugos vivían.

Estaba condenado a la cotidiana repetición de su infierno. Todo lo que había ocurrido, volvía a ocurrir. Durante más de tres años, sus torturadores no le dieron tregua. Fuera donde fuese, en los conventos de París y de Lyon o en los campos del sur de Francia, le pegaban patadas en el vientre y culatazos en la cabeza, le apagaban cigarrillos en el cuerpo desnudo y le metían picana eléctrica en los oídos y en la boca.

Y no se callaban nunca. Fray Tito había perdido el silencio. En vano deambulaba buscando algún lugar, algún rincón del templo o de la tierra, donde no resonaran esos gritos atroces que no lo dejaban dormir, ni lo dejaban rezar las oraciones que antes habían sido su imán de Dios.

Y ya no pudo más. Es mejor morir que perder la vida, fue lo último que escribió.