El barco se deslizaba hacia el sur, en la mar serena, a lo largo de la costa sueca.
Era una espléndida mañana de verano. Los pasajeros, sentados en cubierta, disfrutaban del sol y de la suave brisa, mientras esperaban la hora del desayuno.
De pronto, una muchacha corrió hacia la baranda y vomitó.
Entonces, la señora que estaba a su lado hizo lo mismo. En seguida, dos hombres se levantaron y las imitaron. Y uno tras otro fueron vomitando los demás pasajeros de los asientos de proa.
Los de la popa se reían de ese ridículo espectáculo; pero algunos no demoraron en meterse los dedos en la garganta, inclinándose sobre la mar en calma, y otros los siguieron.
Nadie podía no vomitar.
Víctor Klemperer estaba en uno de los últimos asientos. Para defenderse de la vomitadera general, se concentraba pensando en su próximo desayuno, el café con crema, la mermelada de naranja…
Y a los de más atrás les llegó el turno. Vomitaron todos. Él también.
Klemperer olvidó esta historia. Le volvió a la cabeza unos cuantos años después, en Alemania, mientras se hacía imparable el ascenso de Hitler.