España, 24 al 25 de diciembre de 1939:
—Es Nochebuena. Algún regalo nos van a dar —decía Javier, y se reía solo.
Javier y Antón, prisioneros de las tropas franquistas, viajaban con las manos atadas a la espalda. El traqueteo del camión los empujaba uno contra el otro, y de vez en cuando los soldados los pinchaban con las bayonetas.
Javier hablaba sin parar. Antón callaba.
—¿Adónde nos llevan? —preguntaba Javier, que en realidad preguntaba y por qué a mí, a mí por qué si yo no soy rojo, ni nada, si jamás en la vida me he metido con nadie, si yo nunca anduve liado en esas cosas de la política, nunca, yo nunca, yo nada.
En uno de los tumbos del camino, quedaron pegados cara a cara, los ojos en los ojos, y entonces Javier apretó los párpados y musitó:
—Oye, Antón. Fui yo.
Pero no se oía nada. Los ruidos del camión no dejaban que se oyera nada. Casi gritando, Javier repitió fui yo, fui yo:
—Yo los llevé. Fui yo.
Antón había perdido la mirada a la orilla del camino. No había luna, pero resplandecían los bosques de Asturias. Y Javier decía que lo habían obligado, que tenían a toda su familia de rodillas, que los iban a matar, a los niños, a todos, y Antón seguía metido en las arboledas que en la negrura brillaban con luz propia, ese fulgor que corría contra el camión.
Javier se calló.
Sólo se escuchaban las toses del motor y los golpes del camino.
Al rato, Javier repitió:
—Es Nochebuena.
Y dijo:
—Qué frío hace.
Poco después, llegaron al paredón que los estaba esperando.