En el último recodo de la calle Mouffetard, en París, encontré la iglesia de san Medardo.
Abrí la puerta, entré. Era domingo, pasado el mediodía. La iglesia estaba vacía, ya se habían apagado los rumores de las últimas plegarias. Había una limpiadora, barriendo la misa, desempolvando santos, y nadie más.
Recorrí la iglesia, de cabo a rabo. En la penumbra, busqué la ordenanza real del año 1732: Por orden del Rey, se prohíbe a Dios que haga milagros en este lugar.
Carlitos Machado me había dicho que la prohibición estaba grabada en una piedra, a la entrada de esta iglesia consagrada a un santo demasiado milagrero. La busqué, no la encontré:
—¡Ah no, señor! ¡No! ¡Pero no! —se indignó la limpiadora, armada de escoba, coronada de ruleros, mientras continuaba, sin mirarme, su tarea.
—Pero esa orden del rey… ¿nunca estuvo? La limpiadora me encaró:
—Estar, estuvo. Pero ya no.
En el cabo de la escoba apoyó las manos, y sobre las manos, el mentón:
—Una cosa así no era de buen tono para los creyentes. Usted comprenderá.