Santo remedio

Hace dos siglos, en la ciudad de Salvador de Bahía, las familias copetudas convocaban a cuantos médicos pudieran pagar en torno al lecho del moribundo.

Familiares y vecinos se apiñaban en el dormitorio para escuchar a los galenos. Después de examinar al enfermo, cada médico pronunciaba una conferencia sobre el caso. Eran discursos solemnes, que el público, a viva voz, iba comentando:

—¡Apoyado!

—¡No! ¡No!

—¡Muy bien!

—¡Se equivoca el doctor!

—¡De acuerdo!

—¡Qué disparate!

Culminada la primera ronda, los facultativos volvían a exponer sus puntos de vista en nuevos discursos.

El debate demoraba. No mucho: hasta los moribundos más duros de morir apresuraban el último suspiro, aunque fuera de mal gusto interrumpir el trabajo de la Ciencia.