El Cristito

Dormía poco o nada la Niña María. Desde que la primera luz asomaba entre las montañas y hasta el fin de cada noche, estaba la Niña María clavada de rodillas ante el altar, susurrando sus rezos.

Al centro del altar, reinaba un pequeño Cristo moreno. El Cristito, oscurecido por la humazón de los cirios, tenía pelo de gente, pelo negro de la gente de por allí, Los campesinos del valle del Conlara frecuentaban mucho a ese hijo de Dios que tanto se les parecía.

La Niña María vivía a la mala, se la comía la mugre, pero cada día bañaba al Cristito con agua de manantial, lo cubría con las flores del valle y le encendía los cirios que lo rodeaban. Ella nunca se había casado. En sus años mozos, se había hecho cargo de sus dos hermanos sordomudos; y después había consagrado su vida al Cristito. Pasaba los días cuidándole la casa, y por las noches le velaba el sueño.

A cambio de tanto, la Niña María nunca había pedido nada.

A los ciento tres años de su edad, pidió. Nunca dijo el favor, pero contó la promesa:

Si el Cristito me cumple —dijo—, lo tiño de rubio.