El capitán Léon Rom coleccionaba mariposas y cabezas humanas. A las mariposas las clavaba en la pared. Las cabezas decoraban su jardín. Otro oficial de la tropa colonial, Guillaume Van Kerckhoven, competía con él y decía ser el mayor experto en decapitaciones.
El Congo, cien veces mayor que Bélgica, era propiedad personal del rey Leopoldo: una fuente prodigiosa de caucho y marfil, un inmenso paisaje de esclavos encadenados, azotados, mutilados, asesinados.
En el año 1900, el diplomático inglés Roger Casement fue invitado a comer en el Palacio Real de Bruselas. Entre plato y plato, el rey Leopoldo habló de las dificultades tremendas que su misión civilizadora encontraba a cada paso. Era una hazaña imponer la disciplina laboral a una raza inferior, que ignoraba la cultura del trabajo, bajo aquel sol africano que derretía las piedras.
El rey reconoció que a veces sus hombres, hombres de buena voluntad, cometían abusos. Era culpa del clima:
—El calor, intolerable, los enloquece.