El doliente ejemplar

En algo se parecen. En Brasil, como en todas partes, los políticos más populares, los millonarios notorios, los ídolos del fútbol, las estrellas de la televisión y los genios de la música tienen, todos, algo en común: son, todos, mortales.

Jaime Sabino había estudiado muy bien este asunto. Y cada vez que algún famoso cumplía su destino, él era el primero en enterarse y el primero en aparecer. A la velocidad de la luz, Jaime acudía al entierro del difunto o difunta, fuera donde fuese, desde el suburbio de Río de Janeiro donde él era humilde empleado de una oficina pública.

—Yo vengo en representación de los doscientos mil habitantes de Nilópolis —decía, y así atravesaba sin problemas todos los controles y los cordones de seguridad, porque cualquiera puede parar a una persona pero nadie es capaz de prohibir el paso a doscientas mil.

De inmediato, Jaime ocupaba el lugar exacto en el momento exacto.

Justo cuando se encendían las cámaras de la televisión y los flashes de los fotógrafos, él estaba cargando al hombro el ataúd de la gloria nacional que había dejado un vacío imposible de llenar, o aparecía estirando el cuello, parado en puntas de pie, entre los parientes más cercanos y los amigos más íntimos. Su cara compungida era infaltable en los noticieros y en los periódicos.

Los periodistas lo llamaban papagayo de pirata. Por envidia.