Los sones del organito anunciaban que el barquillero estaba llegando al barrio. Estaban hechos de trigo y de aire, y de música también, aquellos barquillos crujientes que nos hacían agua la boca.
La cantidad de barquillos dependía de la suerte. A cambio de una moneda, echabas a girar un disco, hasta que la aguja señalaba tu número de la fortuna: del cero al veinte, si mal no recuerdo, recibías nada, poco, mucho o un banquete.
Nunca olvidaré mi primera vez. Yo pagué mi moneda, me alcé en puntas de pie y puse a girar el disco. Cuando el disco se detuvo, alcancé a ver que la aguja apuntaba al veinte. Y entonces el barquillero metió un dedo, y sentenció:
—Cero.
En vano protesté.
Yo ya era capaz de contar hasta veinte con ayuda de las dos manos, pero no sabía un pepino de Economía política. Aquella fue mi primera lección.