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Salim Harari siempre tenía a mano una bolsita llena de pimienta, infalible arma de Oriente para arrojar a los ojos de los ladrones; pero ni los ladrones entraban. La tienda, La Lindalinda, estaba tan vacía como los estómagos de sus nueve hijos.

Salim había venido, desde la lejana Damasco, a vender géneros en la ciudad de Rafaela. Jamás se daba por vencido: el limonero no daba frutos y él ataba limones a las ramas; ningún cliente aparecía y él arrojaba metros y metros de telas a la calle:

—¡Aquí se regala todo!

Le llegaban noticias de que un barco se había hundido en el río Paraná y él regaba con agua sus satenes, percales y tafetas, y a gritos los ofrecía:

—¡Las telas rescatadas del naufragio!

Pero ni así. No había manera. La gente pasaba, nadie se asomaba.

Largo fue el tiempo de la desgracia. Cada día era peor que el anterior y mejor que el siguiente, hasta que una noche Salim frotó una lamparita quemada y recibió la visita de un duende venido desde su remoto país. Y el duende le reveló la fórmula mágica: había que cobrar entrada.

Y entonces, cambió la suerte. Todo el pueblo hacía cola.