Para triunfar en la vida, también los mendigos estudian. Espiando la tele, en bares y vidrieras, los mendigos reciben lecciones de los maestros del oficio. En la pantalla chica, ellos asisten a las clases impartidas por los presidentes latinoamericanos, que pasan el sombrero en las conferencias internacionales, y que practican el arte de implorar en sus periódicas peregrinaciones a Washington.
Así, los mendigos aprenden que la verdad no es eficaz. Un buen profesional nunca pide unas monedas para el vino. No, no: extiende la mano suplicando una ayuda para llevar a la anciana madre al hospital, o para pagar el cajón del hijito que acaba de morir, mientras con la otra mano exhibe la receta médica o el certificado de defunción.
Los mendigos también aprenden que algo hay que ofrecer, a cambio de la limosna. Ellos tienen la calle por patria, carecen de territorio, no hay suelos, ni subsuelos, ni empresas públicas, que puedan entregar. Pero pueden retribuir la caridad con un lugarcito en el Más Allá, y eso hacen:
—No me obligue a robar, Jesús también pidió, lo dice la Biblia, Dios se lo pague, Dios lo tenga en la Gloria, usted se merece el Cielo…