En 1999, según informó el diario The Times of India, una nueva institución educativa estaba funcionando exitosamente en la ciudad de Muzaffarnagar, al oeste del estado de Uttar Pradesh.
Allí se ofrecía a los adolescentes una formación especializada. Uno de los tres directores, el pedagogo Susheel Mooch, tenía a su cargo el curso más sofisticado, que incluía, entre otras materias, Secuestros, Extorsiones y Ejecuciones. Los otros dos directores se ocupaban de materias más convencionales. Todos los cursos incluían trabajos prácticos. Por ejemplo, para la enseñanza del robo en autopistas y carreteras, los estudiantes, agazapados, arrojaban algún objeto metálico sobre el automóvil que elegían: el impacto detenía al sorprendido conductor y entonces se procedía al asalto, que el docente supervisaba.
Esta escuela había surgido para dar respuesta a una necesidad del mercado y para cumplir una función social. Según explicaron los responsables de la institución, el mercado exigía niveles cada vez más altos de especialización en el área del delito, y la educación criminal era la única formación profesional capaz de asegurar a los jóvenes un trabajo bien remunerado y permanente.
La noticia me dejó preocupado. Desde que la leí, he estado meditando el asunto. ¿Cuántos maestros de las escuelas tradicionales podrán reciclarse y adaptarse a estas exigencias de la modernidad?