Jorge Aguilar, piloto de avión, ocupa un panteón de tres pisos, siempre encendido. Los vidrios polarizados lucen una decoración de alas de águila, que rinde homenaje al oficio y al nombre de este mártir de la libertad de comercio.
Tampoco conoce la oscuridad el mausoleo del Lobito Retamoza, un partenón de seis columnas, iluminado por energía solar.
El doctor Antonio Fonseca, acribillado en las calles de Guadalajara junto con su esposa y toda su escolta, yace en una enorme cripta fosforescente, rodeado por grandes fotos de sus seres queridos y un retrato, a todo color, de Jesucristo en actitud pensativa.
Está lleno de luz, y de ángeles de mármol y de juguetes de plástico, el sepulcro de los hijitos del Güero Palma, que fueron arrojados al vacío, desde gran altura, en injusto acto de venganza.
Los narcotraficantes y sus familiares habitan un barrio de lujo, los Jardines del Humaya, en el cementerio de Culiacán. Todos sus monumentos funerarios tienen teléfono, por si resucitan.
Los cumpleaños de los finados se celebran a lo largo de varios días con sus noches, y las bandas de música tocan sin parar, acompañando la bebedera. Son fiestas pacíficas. Solamente una vez sonaron balazos, pero fue porque uno de los músicos, alegando cansancio, se negó a seguir.
—Desde entonces, no hay filarmónico que se raje —explica Ernesto Beltrán, cuidador y sepulturero, mientras recoge botellas vacías.