Desde las perdidas comunidades de El Gran Tunal, Pedro y su burro, el Chaparro, marcharon a la ciudad de Méxicoo.
Pedro iba más a pie que montado. Montaba de a ratos nomás, por no atormentar la cansada espalda del Chaparro. Ya estaban, los dos, pasaditos de años; y era largo el viaje.
Caminando los días, poco a poco, llegaron por fin a la gran plaza del Zócalo. Y se plantaron a las puertas del Palacio Nacional, donde vive el poder.
Esperando audiencia, se quedaron. Pedro y el Chaparro venían a contar lo que pasaba y a exigir justicia: acorralados en tierras de pedrerío y polvareda, que les daban de comer un menú fijo de piedra y polvo, los indios de las comunidades de El Gran Tunal, oficialmente extintos, no figuraban ni en las estadísticas; y allá la justicia estaba más lejos que la luna porque la luna, al menos, se ve.
No hubo manera de echarlos. Los sacaban de la plaza, y volvían. Ni modo. Ni por las buenas, ni a palos. El Chaparro ponía cara de burro y Pedro ponía cara de no te gastes, que ya llevamos cinco siglos en esto.
A fines del año 1997, a los ochenta y siete años de su edad, casi muerto de tanto respirar los aires envenenados de la ciudad de México, Pedro tuvo que aceptar la primera inyección de su vida. Y siguió acampado, como si tal cosa, mientras el Chaparro hacía oídos sordos a las calumnias de la prensa, que lo llamaban medio de transporte.
Pedro y el Chaparro residieron en la intemperie, frente al Palacio Nacional, durante un año, dos meses y quince días. Entonces, emprendieron el regreso.
La puerta no se había abierto, pero algo habían conseguido estos dos porfiados: habían conseguido que su gente dejara de ser invisible.
A poco de volver, tras la extenuante caminata, el Chaparro murió. O quizá se dejó morir, humillado, porque en el viaje comprobó que el poder era un señor más burro que él. Desde entonces, comparte una nube, allá en el alto cielo, con el caballo blanco de Emiliano Zapata.