Clavado de una sola mano, Jesús de Nazaret colgaba de los restos de una pared quemada. El otro Jesús, el de Cambre, colgaba de un andamio.
Jesús Babío, nacido en el pueblo de Cambre, era maestro albañil, maestro carpintero, maestro fontanero y maestro blasfemador. Hacía bien todo lo que hacía, pero él había andado mundo y bien sabía que no había en el mundo quien pudiera superarlo en el arte de la blasfemia, que es, como la mística, un arte español. Y a blasfemazo limpio estaba Jesús, el de Cambre, reconstruyendo la iglesia de Santa María de Vigo, que había sido incendiada por los rojos en los años de la guerra, mientras Jesús, el de Nazaret, negro de tizne, escuchaba, sin una mueca, aquellos homenajes:
—Me cago en las bisagras del sagrario y en los clavos de Cristo y en sus llagas y en sus espinas y me cago en la inmaculada madre que lo parió.
De vez en cuando, Ángel Vázquez de la Cruz se metía, de a caballo, en la iglesia en ruinas. Desde lo alto del andamio, mientras martillaba alguna cuña de madera, Jesús le contaba, entre blasfemia y blasfemia, alguna historia de sus viajes al extranjero. Aquel obrero errante había trabajado en Inglaterra, Holanda, Noruega, Alemania, y hasta en Cataluña.
Sus relatos siempre terminaban igual. Con el martillo señalaba el ventanal, invadido por los pájaros, y más allá señalaba el sendero del bosque de Cambre. Nadie aparecía por allí, como no fuera algún lugareño que llevaba, montado en burro, una carga de leña. El sendero era no más que un tajo de polvo entre los árboles.
—¿Lo ve? —preguntaba. Y sentenciaba:
—Yo anduve muchos caminos. Y me cago en el camino del Calvario, en el camino de Santiago y en todas las autopistas. Porque sepa usted, vaya sabiendo, que todo lo que hay para ver en el mundo, y en el alto cielo, pasa por ese caminito ahí.