Exiliados

Habían pasado ya unos cuantos años desde el fin de la guerra de España, pero todavía los vencidos la continuaban, en las tardes, discutiendo a gritos en los cafés de Montevideo; y en las noches consolaban la derrota en las vinerías, cantando, abrazados, sus canciones de las trincheras.

Uno de los exiliados, que había peleado en el frente republicano desde el principio hasta el fin, me contaba la guerra, paso a paso, en la cocina de su casa. Las batallas ocurrían sobre el mantel.

Las cucharitas, el azucarero y las tazas de café con leche señalaban las posiciones de los milicianos y de las tropas de Franco. Un cuchillo se inclinaba y disparaba un cañonazo, que volteaba el tarro de mermelada, rojo de sangre. Los vasos, los tanques, avanzaban rodando sobre las tostadas, que aplastadas crujían. Los aviones de Hitler arrojaban naranjas y panes que estremecían la mesa y arrasaban los escarbadientes, que eran la infantería. En aquella mesa del desayuno, me dolían en los oídos y en el alma los truenos de las bombas, la tormenta de la metralla y los aullidos de las víctimas.