Leonardo Rossiello vino del norte del mundo. El viaje desde Estocolmo hasta Montevideo se complicó, hubo no sé qué problemas con las conexiones de los vuelos, y por fin Leonardo llegó, muy tarde en la noche, en un avión que nadie esperaba.
Ante la puerta de la casa de sus padres, vaciló:
—¿Los despierto? ¿No los despierto?
Hacía años que vivía lejos, el tiempo del exilio, los años ciegos de la dictadura militar, y estaba loco de ganas de ver a su gente. Pero decidió que mejor esperaba.
Se echó a caminar por la vereda, la vereda de su infancia, y sintió que las baldosas le reconocían los pies. Se le llenó la cabeza de noticias viejas y chistes malos, y todo le parecía nuevo y divertidísimo. Era una helada noche de invierno, la ciudad estaba envuelta en escarcha, pero él agradecía esos aires del trópico.
Leonardo demoró un buen rato en darse cuenta de que estaba cargando una valija, y que la valija pesaba más que un cementerio completo. Entonces cruzó la calle, atravesó el campo baldío y se sentó sobre la valija, de espaldas contra una pared.
El frío no lo dejaba dormir. Cuando se levantó, a la luz de la luna vio que esa pared estaba llena de cicatrices: había garabatos y palabras, corazones flechados, promesas de amor y agravios de desamor, y hasta alguna calumnia (La María tiene celulitis).
Y Leonardo pudo leer, también, unas letras medio borroneadas, que preguntaban:
Y entonces, ¿dónde estabas? ¿Diciendo qué palabras? ¿Hablando con qué gente?