Los emigrantes, hace un siglo

Un mechón de pelo,

una vieja llave que había perdido su puerta,

una pipa que había perdido su boca,

el nombre de alguien bordado en un pañuelo,

el retrato de alguien en marco de óvalo,

una cobija que había sido compartida

y otras cosas y cositas venían, envueltas entre las ropas, en el equipaje de los desterrados. No era mucho lo que cabía en cada valija, pero en cada una cabía un mundo. Chueca, destartalada, atada con cordones o mal cerrada por herrajes quejumbrosos, cada valija era como todas, pero igual a ninguna.

Los hombres y las mujeres llegados desde lejos se dejaban llevar, como sus valijas, de fila en fila, y se amontonaban, como ellas, esperando. Venían de aldeas invisibles en el mapa, y al cabo de sus largas travesías habían desembarcado en la isla Ellis. Estaban a un paso de la Estatua de la Libertad, que había llegado, poco antes que ellos, al puerto de Nueva York.

En la isla, funcionaba el colador. Los porteros de la Tierra Prometida interrogaban y clasificaban a los inmigrantes, les escuchaban el corazón y los pulmones, les estudiaban los párpados, las bocas y los dedos de los pies, los pesaban y les medían la presión, la fiebre, la estatura y la inteligencia.

Los exámenes de inteligencia eran los más difíciles. Muchos de los recién llegados no sabían escribir, o no atinaban más que a balbucear palabras incomprensibles en lenguas desconocidas. Para definir su coeficiente intelectual, debían contestar, entre otras preguntas, cómo se barría una escalera: ¿Se barría hacia arriba, hacia abajo o hacia los costados? Una muchacha polaca respondió:

—Yo no he venido a este país para barrer escaleras.