Andando soles

Desde la frontera, Gustavo de Mello me llamó:

Venite —me dijo.

Don Félix estaba allí. Estaba llegando o estaba yéndose, que eso nunca se sabía.

Tampoco se sabía la edad. Mientras nos bajábamos una botella de vino tinto, me confesó noventa años. Algún añito se sacaba, según Gustavo; pero Félix Peyrallo Carbajal no tenía documentos:

Nunca tuve. Por no perderlos —me dijo, mientras encendía un cigarrillo y echaba unos aritos de humo.

Sin documentos, y sin más ropa que la que llevaba puesta, había andado de país en país, de pueblo en pueblo, todo a lo largo del siglo y todo a lo ancho del mundo.

Don Félix iba dejando, a su paso, relojes de sol. Este raro uruguayo que no era jubilado ni quería serlo, vivía de eso: hacía cuadrantes, relojes sin máquinas, y los ofrecía a las plazas de los pueblos. No por medir el tiempo, costumbre que le parecía un agravio, sino por el puro gusto de acompañar los pasos del sol sobre la tierra.

Cuando nos encontramos, en la ciudad de Rivera, ya don Félix estaba empezando a sentirse muy bien. Eso lo tenía preocupado. La tentación de quedarse le daba la orden de irse:

—¡Lo nuevo, lo nuevo, lo nuevo! —chilló, golpeteando la mesa con sus manos de niño.

En ese lugar, como en todos los lugares, estaba de paso. Él siempre llegaba para partir. Venía de cien países y de doscientos relojes de sol, y se iba cuando se enamoraba, fugitivo del peligro de echar raíz en una cama o en una casa.

Para irse, prefería el amanecer. Cuando el sol estaba viniendo, se iba. No bien se abrían las puertas de la estación de trenes o autobuses, don Félix echaba al mostrador los pocos billetes que había juntado, y mandaba:

—Hasta donde llegue.