El geógrafo

—El lago Titicaca. ¿Conoce usted?

—Conozco.

Antes, el lago Titicaca estaba aquí.

—¿Dónde?

—Aquí, pues.

Y paseó el brazo por el inmenso secarral.

Estábamos en el desierto del Tamarugal, un paisaje de cascajos calcinados que se extendía de horizonte a horizonte, atravesado muy de vez en cuando por alguna lagartija: pero yo no era quién para contradecir a un entendido.

Me picó la curiosidad científica. Y el hombre tuvo la amabilidad de explicarme cómo había sido que el lago se había mudado tan lejos:

—Cuándo fue, no sé. Yo no era nacido. Se lo llevaron las garzas.

En un largo y crudo invierno, el lago se había congelado. Se había hecho hielo de pronto, sin aviso, y las garzas habían quedado atrapadas por las patas. Al cabo de muchos días y muchas noches de batir alas con todas sus fuerzas, las garzas prisioneras habían conseguido, por fin, alzar vuelo, pero con lago y todo. Se llevaron el lago helado y con él anduvieron por los cielos. Cuando el lago se derritió, cayó. Y allá lejos quedó.

Yo miraba las nubes. Supongo que no tenía cara de muy convencido, porque el hombre preguntó, con cierto fastidio:

—Y si hay platos voladores, dígame usted, ¿por qué no va a haber lagos voladores? ¿Eh?