Yo estaba intentando descifrar el alboroto de los pájaros, en las arboledas de la Universidad de Stanford, cuando un viejo profesor se me acercó. El profesor, sabio en alguna especialidad científica, tenía mucha charla guardada. De lo suyo, sabía todo. Yo, que de aquello no sabía nada, nada entendía; pero él era simpático, hablaba suavemente y daba gusto escucharlo.
A cierta altura, lo picó el bichito de la curiosidad y me preguntó de qué país venía. Le contesté; y por sus ojos, estupefactos, me di cuenta de que el nombre del Uruguay no le resultaba muy familiar. Yo ya estaba acostumbrado, pero el profesor fue amable y me hizo un comentario sobre las ropas típicas de mi país. Era evidente que el profesor confundía Uruguay con Guatemala, que en esos días había ocupado, por milagrosa excepción, los titulares de la prensa. Retribuí su gentileza haciéndome guatemalteco en el acto y sin chistar, y dije no sé qué cosa sobre la tormentosa historia de América Central.
—Central América —dijo.
Quise creer que había entendido. Por las dudas, no insistí.
Yo bien sabía que muchos de sus compatriotas creen que en el centro de América está Kansas City.