Rojo, amarillo, verde

De la noche a la mañana, ocurrió: unos palos con tres ojos brotaron en las esquinas de la calle principal. Nunca se había visto nada semejante en el pueblo de Quaraí, ni en toda esa región de la frontera.

De a caballo, venidos de lejos, acudían los curiosos. Ataban los caballos en las afueras, por no molestar el tránsito, y se sentaban a contemplar la novedad. Mate en mano, el termo bajo el brazo, esperaban la noche, porque en la noche las luces eran más luces y daba gusto quedarse y mirar, como quien mira las estrellas naciendo en el cielo. Las luces se encendían y se apagaban siempre al mismo ritmo, repitiendo siempre sus tres colores, uno tras otro; pero aquellos hombres de campo, indiferentes al paso de los automóviles y de la gente, no se aburrían del espectáculo.

El de aquella esquina es más lindo —aconsejaba uno.

Éste de aquí demora más —opinaba otro.

Que se sepa, ninguno preguntó nunca para qué servían esos ojos mágicos, que parpadeaban sin cansarse nunca.