El sastre

Juró que iba a volar. Lo juró por todos los ojales que había abierto y los botones que había colocado y por los incontables trajes y vestidos y abrigos que había medido, recortado, hilvanado y cosido, puntada tras puntada, a lo largo de los días de su vida.

Y desde entonces, el sastre Reichelt consagró todo su tiempo a la confección de unas enormes alas de murciélago. Las alas eran plegables, para que pudieran entrar en la covacha donde él tenía taller y vivienda.

Por fin, al cabo de mucho trabajo, quedó lista esa complicada armazón de tubos y varillas de metal, toda recubierta de tela.

El sastre pasó la noche sin dormir, rogando a Dios que le regalara un día de viento. Y a la mañana siguiente, una mañana de aire fuerte del año 1912, subió a lo más alto de la torre Eiffel, desplegó sus alas y voló su muerte.