Horacio Tubio había hecho casa en el valle de El Bolsón. La casa no tenía luz eléctrica. Él había venido desde California, cargando sus modernos chirimbolos: pero la computadora, el fax, el televisor y el lavarropas se negaban a funcionar con luz de velas.
Horacio acudió a la oficina correspondiente. Lo atendió un ingeniero. El ingeniero consultó unos enigmáticos mapas, y respondió que el servicio eléctrico ya estaba funcionando en esa zona.
—Sí, funciona —reconoció Horacio—. Funciona en el bosque. Los árboles están felices.
El ingeniero se indignó y sentenció:
—¿Sabe cuál es su problema? La arrogancia. Con esa arrogancia, usted no va a conseguir nunca nada en la vida. Y le señaló la salida.
Horacio se retiró, cerró la puerta.
Pero en seguida el ingeniero escuchó: toc-toc.
Horacio estaba allí, arrodillado, humillando la cabeza:
—Usted, ingeniero, que ha tenido la suerte de poder estudiar…
—Levántese, levántese.
—Usted que tiene un título…
—Levántese, por favor.
—Comprenda mi situación, ingeniero. Yo quisiera aprender a leer…
Horacio no interrumpió la letanía hasta que la luz eléctrica llegó a su casa.