Algunas noches, en los cafés, la competencia venía brava:
—A mí, en los tiempos de la infancia, me meó un león —decía uno, sin alzar la voz, negando importancia a su tragedia.
—A mí, lo que más me gustaba era caminar por las paredes —confesaba otro, y se quejaba porque en su casa le prohibían el pasatiempo.
Y otro:
—Yo, de muchacho, escribía poemas de amor. Los perdí en un tren. ¿Y quién los encontró? Neruda.
Don Arnaldo, de profesión odontólogo, no se dejaba intimidar. Acodado en el mostrador, soltaba un nombre:
—Libertad Lamarque.
Esperaba el impacto, y después:
—¿Les suena?
Y entonces evocaba su encuentro con la Novia de América.
Don Arnaldo no mentía. Una madrugada, allá por los años treinta, Libertad Lamarque, cantante y actriz, venía sufriendo duro castigo en un hotel de Santiago de Chile. El marido le estaba volando bofetadas, porque más vale prevenir que curar, y en plena biaba Libertad gritó:
—¡Basta! ¡Vos lo quisiste!
Y se arrojó en picada desde la ventana del cuarto piso. Rebotó en un tollo y cayó encima del odontólogo, que venía de visitar a su mamá y justo en ese momento pasaba por la vereda. Libertad quedó intacta, y también intacta quedó su bata de damasco ornada de dragones chinos: pero el aplastado don Arnaldo fue conducido, en ambulancia, al hospital.
Cuando se le recompuso el hueserío, y le quitaron sus vendajes de momia, don Arnaldo empezó a contar la historia que después siguió contando, hasta el fin de sus días en los cafés y en todo lugar donde hubiera alguna oreja: desde el cielo, desde la alta nube donde moraban las diosas del éter y de las candilejas, aquella estrella fugaz se había dejado caer sobre la tierra, y entre millones de hombres lo había elegido a él, sí, a él, y en sus brazos se había desplomado, para no morirse sola.