En los tiempos en que una grabadora ocupaba todo un caballo, Lauro Ayestarán andaba a campo traviesa, recogiendo la memoria de la música.
En busca de coplas perdidas, Lauro llegó una vez a un rancho escondido en las lejanías de Tacuarembó. Allí vivía un criollo que había sido mozo bailarín y guitarrero y diestro en duelos de versos.
Estaba aviejado el hombre. Ya no iba y venía de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta. Caminaba poco y se caía mucho, y para levantarse se apoyaba en el lomo de alguno de sus perros. Ya no veía. Tampoco cantaba, más bien soplaba palabras, pero tenía fama de memorioso:
—De lo que hay, no falta nada —susurraba, golpeteándose la cabeza con un dedo.
Guitarra en mano, nomás rozándola, el viejo verseó, canturreó, tarareó. En la atardecida, sonaron ronquitas las palabras que celebraban la memoria de las vacas sueltas y los hombres libres.
Giraban y gira sin fin los carretes de la grabadora. El coplero ciego escuchaba el zumbido sin comentarios, hasta que por fin preguntó qué era ese ruidito.
—Ésta es una máquina para guardar voces —explicó Ayestarán. Toqueteó la grabadora y volvieron a sonar los versos recién cantados.
El viejo escuchó su propia voz por primera vez en la vida.
No le gustó ni un poquito la imitación ésa.