Sirenas

Don Julián vivía solo, en la más sola de las islas de Xochimilco, en una choza de ramajes vigilada por las muñecas y los perros.

Las muñecas rotas, recogidas de los basurales, colgaban de los árboles. Ellas lo protegían contra los malos espíritus; y cuatro perros flacos lo defendían contra la mala gente. Pero ni las muñecas ni los perros sabían espantar a las sirenas.

Desde el fondo de las aguas, lo llamaban.

Don Julián tenía sus conjuros. Cada vez que las sirenas venían a llevárselo y cantaban las letanías que repetían su nombre, él las echaba contracantando:

Lo digo yo, lo digo yo,

que me lleve el Diablo, que me lleve Dios,

pero tú no, pero tú no.

Y también:

Vete de aquí, vete de aquí,

dale a otra boca tu beso fatal,

pero no a mí, pero no a mí.

Una tarde, después de preparar la tierra para sembrar calabazas, don Julián se puso a pescar en la orilla. Atrapó un pez enorme, que él conocía porque ya se le había escapado dos veces, y cuando le estaba arrancando el anzuelo, escuchó voces que también conocía.

Julián, Julián, Julián, cantaban las voces, como siempre. Y como siempre don Julián se inclinó ante las aguas, donde ondulaban los reflejos rojizos de las intrusas, y abrió la boca para entonar sus infalibles contracantos.

Pero no pudo. Esta vez, no pudo.

Su cuerpo, abandonado por la música, apareció flotando a la deriva entre las islas.