Praga estaba muda.
En la esquina donde la calle Celetná se abre a la gran plaza de la Ciudad Vieja, una voz rompió, de pronto, el silencio de la noche.
Desde su silla de inválida, clavada en el empedrado, una mujer cantó.
Yo nunca había escuchado una voz tan bella y tan rara, voz de otro mundo, y me pellizqué el brazo. ¿Estaba dormido? ¿En qué mundo estaba?
Me contestaron unos muchachos, que aparecieron a mis espaldas: se burlaron de la paralítica cantora, la imitaron riendo a carcajadas, y ella se calló.