La cantora

Liliana Villagra llevaba un buen rato queriendo dormir, queriendo y no pudiendo, y tras mucho dar vueltas en la cama y mucho pelear con la almohada, escuchó las tres campanadas del reloj y necesitó aire: se levantó, abrió la ventana de par en par.

Toda la nieve de todos los inviernos había caído sobre París. El barrio de Pigalle era siempre bullanguero, resonante de juergas y peleas, alborotado por el ir y venir de las putas y los travestis; pero aquella noche Pigalle se había convertido en un desierto blanco, marcado por las huellas de los pasos idos.

Y entonces una canción subió hasta la ventana, desde la nieve: una voz de pajarito estaba entonando alguna antigua melancolía. Mientras esperaba clientes, recostada contra la pared, una mujer cantaba. Algunos copos de nieve caían todavía sobre la calle Houdon y caían sobre el abrigo de piel, comprado en el mercado de las pulgas, que esa mujer abría ofreciendo su cuerpo en la calle sin nadie. Empinada en la ventana, Liliana ofreció café: ——¿No quiere entrar?

—Gracias, pero no puedo. Estoy trabajando.

Linda canción —dijo Liliana.

Yo canto para no dormirme —dijo la mujer.