Andaba en bicicleta, con la escalera al hombro, por los caminos de la pampa.
Bautista Riolfo era electricista y sieteoficios, un todero que arreglaba tractores, relojes, molinos, radios o escopetas. La joroba que tenía en la espalda le había salido de tanto agacharse hurgando enchufes, engranajes y rarezas.
René Favaloro, el único médico de la comarca, también era todero. Con los pocos instrumentos que tenía y los remedios que encontraba, oficiaba de cardiólogo, cirujano, partero, psicólogo y especialista en todo lo que se necesitara componer.
Un buen día, René viajó a Bahía Blanca y a la vuelta se trajo una máquina jamás vista en aquellas soledades habitadas por el viento y el polvo.
Ese tocadiscos tenía sus mañas. En un par de meses, se negó a seguir funcionando.
Y ahí vino Bautista, en su bicicleta. Sentado en el suelo, se rascó la barba, investigó, soldó unos cablecitos, ajustó tornillos y arandelas:
—A ver ahora —dijo.
Para probar el aparato, René eligió un disco, la Novena de Beethoven, y colocó la púa en su movimiento preferido.
Y la música invadió la casa y se echó a volar por la ventana abierta, hacia la noche, hacia la tierra sin nadie; y siguió viva en el aire cuando el disco dejó de girar.
René comentó algo, o algo preguntó, pero Bautista no contestó nada.
Bautista tenía la cara estrujada entre las manos.
Un largo rato pasó, hasta que el electricista consiguió decir:
—Perdone, don René, pero yo nunca había escuchado eso. Yo no sabía que esa… esa electricidad existía en el mundo.