El armonio

Hermógenes Cayo llegó a Buenos Aires, caminando miles y miles de leguas, desde las lejanas alturas de Jujuy. Viajó en 1946, junto con otros indígenas que luchaban por su derecho a la tierra; y entonces, como quien no quiere la cosa, se dio una vueltecita por Luján, donde le habían dicho que había una catedral que era para caerse de espaldas.

Cuando regresó a su tierra, alzó una catedral de Luján, en versión enana, a la entrada de su casa de piedra. Con adobe hizo los arcos góticos, y armó los vitrales con pedacitos de botellas rotas, de todos los colores que encontró. La copia quedó igualita al original, pero un poco más linda. Jorge Prelorán la filmó, para dejar constancia.

Años después, Hermógenes escuchó un armonio en alguna iglesia.

Nunca en su vida había escuchado un armonio, y descubrió que no podía seguir viviendo sin eso.

Pero poca es la gente y la distancia mucha, allá en la puna, y la iglesia quedaba a varios días de caminata. De modo que Hermógenes no tuvo más remedio que convencer al cura de que el armonio ése no estaba sonando bien. Diciendo ser un experto, ofreció sus servicios para ajustar el instrumento. Lo desarmó, dibujó cuidadosamente cada una de las piezas, y de vuelta a casa se hizo un armonio propio, todo tallado en cardón.

Su armonio le ofrecía música al fin de cada día.