Europa había tenido la gentileza de civilizar el África negra. Le había roto el mapa y se había tragado sus pedazos; le había robado el oro, el marfil y los diamantes; le había arrancado a sus hijos más fuertes y los había vendido en los mercados de esclavos.
Para completar la educación de los negros, Europa les obsequió numerosas invasiones militares de castigo y escarmiento.
A fines del siglo diecinueve, los soldados británicos llevaron a cabo, en el reino de Benín, una de esas operaciones pedagógicas. Después de la carnicería, y antes del incendio, se llevaron el botín. Era la mayor colección de arte africano jamás reunida: una enorme cantidad de máscaras, esculturas y tallas arrancadas de los santuarios que les daban vida y amparo.
Esas obras venían de mil años de historia. Su perturbadora belleza despertó, en Londres, alguna curiosidad y ninguna admiración. Los frutos del zoológico africano sólo interesaban a los coleccionistas excéntricos y a los museos dedicados a las costumbres primitivas. Pero cuando la reina Victoria mandó el botín a remate, el dinero alcanzó para pagar todos los gastos de su expedición militar.
El arte de Benín financió, así, la devastación del reino donde ese arte había nacido y sido.