Güiscardo Améndola, vecino del barrio, iba a pintar un mural en un bar de la costa. Me invitó a acompañarlo.
No llevó caja de pinturas, ni pinceles, ni escalera, ni nada. No era así como yo me imaginaba a Miguel Ángel camino de la Capilla Sixtina, pero mis pocos años no me daban derecho a hacer preguntas.
Nos esperaba una gran pared negra.
Améndola se subió a una silla y sacó del bolsillo una moneda de borde dentado. Moneda en mano, atacó. Y el filo hirió la pared con largas líneas blancas, que se cruzaban sin ton ni son. Yo lo miraba hacer, sin entender esa esgrima. Después de unas cuantas estocadas, vi aparecer un faro en la negrura, un poderoso faro que se alzaba entre las rocas y daba luz al oleaje.
Aquel faro, nacido de una moneda, iba a salvar del naufragio a los marineros de los barcos y a los borrachitos del mostrador.