—¡Mira, papá! ¡Bueyes!
Marcelino Sautuola echó atrás la cabeza. Y a la luz del farol, vio. No eran bueyes. En el techo de la caverna, manos maestras habían pintado bisontes, ciervos, caballos y jabalíes.
Poco después, Sautuola publicó un folleto sobre esas pinturas que había encontrado, de la mano de su hija, en la cueva de Altamira. Eran, según él, obras prehistóricas.
De todas partes acudieron espeleólogos, arqueólogos, paleontólogos, antropólogos: nadie le creyó. Se dijo que el autor de las pinturas era un artista francés, amigo de Sautuola, o algún otro chistoso de la vanguardia estética europea.
Después, se supo. Aquellos remotos cazadores del paleolítico no sólo habían perseguido a los animales. Por conjuro contra el hambre y contra el miedo, o por el puro y simple porque sí, también habían perseguido a la belleza que huía.