En los campos de Salto, aquel capataz, ya entrado en años, tenía fama de ver lo que nadie veía.
Carlos Santalla le preguntó, con todo respeto, si era verdad lo que se decía: que él veía lo invisible porque tenía mente grande. Tan grande era su mente, se decía, que no le cabía en el cráneo y le daba dolor de cabeza.
El viejo gaucho se rió a las carcajadas:
—Yo, lo que te puedo decir es que soy muy curioso, y que tengo suerte. Cuanto más se me achica la vista, más veo.
Carlos tenía nueve años cuando lo escuchó. Cuando ya andaba por cumplir un siglo de edad, todavía lo recordaba. A él también los años le habían achicado la vista, para que viera más.