Almir D’Ávila entró de niño, lo declararon demente y nunca más salió.
Nunca nadie le ha escrito una carta, ni ha sido nunca visitado por nadie.
Aunque pudiera irse, no tiene adónde; aunque quisiera hablar, no tiene con quién.
Desde hace más de cuarenta años, pasa sus días en el manicomio de San Pablo, deambulando en círculos, con una radio pegada a la oreja, y en su camino se cruza siempre con los mismos hombres que deambulan en círculos con una radio pegada a la oreja.
Uno de los médicos organizó la visita a una exposición de pinturas de Joan Miró.
Almir se puso su traje único, viejito pero bien planchado bajo el colchón, se metió hasta los ojos su sombrero de almirante y marchó con los demás rumbo al museo.
Y vio. Vio los colores que estallaban, el tomate que tenía bigotes y el tenedor que bailaba, el pájaro que era mujer desnuda, los cielos con ojos y las caras con estrellas.
Anduvo, de cuadro en cuadro, con el ceño fruncido. Era evidente que Miró lo había defraudado, pero el médico quiso conocer su opinión:
—Demasiada —dijo Almir.
—¿Demasiada qué?
—Demasiada locura.