La máquina

Mezcla de radio, teléfono y plancha, provista de manivela y micrófono, la máquina de Rúsvelt Nicodemo era de alto nivel tecnológico.

Según decía Rúsvelt, la máquina lo había resucitado cuando él se murió porque la sangre se le cuajó como morcilla. Desde entonces, sólo en ella creía.

Cada vez que conseguía permiso para salir, Rúsvelt se iba a la calle El Conde, y allí se quedaba horas mirando pasar a las muchachas de la alta sociedad de Santo Domingo.

Siempre había alguna que brillaba entre todas las demás, y tras sus luces caminaba él, a respetuosa distancia.

Esa noche, la máquina, la que nunca mentía, le informaba:

—Ella te adora.

Y en la salida siguiente, Rúsvelt iba al cruce de la dama:

—¿Hasta cuándo seguirás fingiendo desdén? Tu boca calla, pero yo escucho la voz de tu corazón.

La máquina confirmaba:

—Muere por ti.

Pero no bien lo veía, ella salía corriendo. A Rúsvelt se le agotaba la paciencia y la perseguía gritándole cobarde, engañera, mentirosa. No por despecho: por indignación. Él no toleraba los simulacros.

Siempre terminaban igual sus permisos de salida. Una tremenda paliza, y de vuelta al manicomio de Nigua.

La máquina lo consolaba:

—Si las mujeres fueran necesarias, Dios tendría una.