Albert Londres había viajado mucho y había escrito mucho. Había escrito sobre los hervideros de furia de los Balcanes y de Argelia, las trincheras de la primera guerra mundial, las barricadas de Rusia y de China, la trata de negros en Dakar y la trata de blancas en Buenos Aires, las penurias de los pescadores de perlas en Adén y el infierno de los presos en Cayena.
Una noche serena, cuando caminaba por las calles de Shangai, algo como un rayo lo golpeó con la violenta luz de la revelación.
Algún dios, supongo, le hizo ese favor, por gentileza o crueldad.
Desde entonces, no pudo comer ni dormir.
Todas las horas de su vigilia y de su sueño fueron consagradas a crear un libro que iba a ser el primero, aunque ya llevaba veinte libros publicados. Empezó a trabajar encerrado en su habitación de un hotel del puerto y continuó su tarea, fiebre sin pausa, metido en su camarote de un buque llamado Georges Philippar.
Al llegar a las aguas del mar Rojo, el buque se incendió. Albert no tuvo más remedio que salir a cubierta y a los empujones fue arrojado a un bote salvavidas. Ya el bote se estaba alejando del naufragio, cuando Albert se golpeó la frente, gritó ¡mi libro!, y se echó al agua. Nadando, llegó. Trepó como pudo al buque en llamas y se metió en el fuego, donde su libro ardía.
Y nunca más se supo de ninguno de los dos.