El narrador

Eran tiempos de exilio. Muy lejos de su tierra, Héctor Tizón andaba con las raíces doliéndole como nervios sin piel.

Alguien le había recomendado un psicoanálisis, pero el psicoanalista y él pasaban mudos la eternidad de cada sesión. El paciente, tumbado en el diván, no abría la boca, por ser de naturaleza enroscado y por creer que su biografía carecía de importancia. Y también estaba callado el terapeuta, y sesión tras sesión seguían en blanco, siempre en blanco, las páginas del cuaderno que yacía sobre sus rodillas. Al cabo de los cincuenta minutos, el psicoanalista suspiraba:

—Bueno. Ya es hora.

A Héctor le daba pena el buen hombre, y él mismo se daba pena.

Decidió que las cosas no podían seguir así.

Desde entonces, a media mañana, mientras el tren lo llevaba desde Cercedilla hasta Madrid, Héctor iba inventando buenas historias para contar. Y apenas se echaba en el diván, se montaba en el arcoiris y disparaba sus cuentos de montañas embrujadas, ánimas que silbaban en la noche, luces malas que hacían casa en la niebla y sirenas que templaban guitarras a la orilla del río Yala.