La narradora

Chiti Hernández-Martí se sentó en un banco, bajo la fronda del Parque del Retiro, y respiró hondo el aire verde. Cerró los ojos.

Cuando los abrió, a su lado había un enano.

El enano se presentó: era torero. Ella imaginó el tamaño del toro y se le frunció la cara.

Te ves muy triste —dijo el enano. Y pidió, exigió:

—Cuéntame.

Ella negó con la cabeza, pero el enano insistió:

—No seas desconfiada, Blanca Nieves.

Y Chiti murmuró el primer nombre de hombre que se le pasó por la cabeza, mientras pensaba en lo dura que debía ser la vida de un enano torero. Y entonces, inventó:

—El muy golfo se ha aprovechado de mí.

A medida que su cuento se iba convirtiendo en novela, este perdulario me golpea, me maltrata, me llama puta y poca cosa, Chiti sentía cada vez menos pena por el enano y más pena por ella, pena y lástima por ella que para entonces ya estaba embarazada de aquel embustero casado y con hijos, cómo pude hacerle eso a mi novio que es tan bueno, pobrecillo mi ángel que no se merecía esto, y ahora mi madre se ha enterado de todo y me ha echado de casa y he perdido el trabajo y no sé qué será de mi vida, no conozco esta ciudad, no tengo a nadie, me cierran las puertas…

El enano callaba, abrumado, y se miraba los pies, que colgaban en el aire. Chiti temblaba de frío, aunque era pleno verano, mientras un arroyito de auténticas lágrimas se desprendía de sus ojos y atravesaba el parque, hacia el lago donde navegan los barcos de remo.