Señor que habla

No hace mucho, en el valle de México, una montaña estalló.

Nubes de fuego, rocas encendidas, cenizas ardientes: el volcán Popocatépetl vomitó las piedras que le tapaban la boca grande como cuatro estadios de fútbol.

Fue casi imposible el desalojo de los pueblos vecinos:

No, no —se resistía la gente—. Él es bueno. No nos hará nada.

Desde siempre, los lugareños comen y beben con don Popo. Le ofrecen tortillas, tequila y música, y le piden lluvia para los frijoles y el maíz y ayuda contra el granizo y los malos vientos del aire y de la vida. Él les contesta por boca de los tiemperos, los maestros del tiempo, que lo escuchan mientras sueñan y después cuentan lo que dice.

Ésa es la costumbre. Pero esta vez, el Popo no avisó. Ningún tiempero supo que el volcán estaba atragantado y harto de hablar por boca ajena.

Y el volcán dijo lo suyo. No mató a nadie.

La noche de la explosión, hubo tres bodas, como si tal cosa, en uno de los pueblos de la falda; y el rojerío del cielo iluminó las ceremonias.