El cuxín

Allí había nacido, allí había dado sus pasos primeros. Cuando Rigoberta pudo regresar a Guatemala, años después, su comunidad ya no estaba. Los soldados no habían dejado nada vivo en la comunidad que se había llamado La Chimel, la Chimel chiquita, la que se guarda en el hueco de la mano: mataron a los comuneros y al maíz y a las gallinas; y los pocos indios fugitivos tuvieron que estrangular a sus perros, para que no los delataran los ladridos en la espesura.

Rigoberta Menchú deambuló por su tierra alta a través de la niebla, montaña arriba, montaña abajo, en busca de los arroyos de su infancia, pero ninguno había. Estaban secas las aguas donde ella se había bañado, o quizá se habían marchado lejos de allí.

Y de los árboles más añosos, que ella creía alzados para siempre, sólo quedaban restos podridos. Esas ramas poderosas habían servido para atar las horcas, y esos troncos habían sido paredones de fusilamiento; y después los árboles se habían dejado morir.

Y siguió Rigoberta caminando en la niebla, niebla adentro, gota sin agua, hojita sin rama: buscó a su amigo el cuxín, lo buscó donde él vivía, y no encontró más que sus raíces secas al aire. Eso era todo lo que quedaba del árbol que en sus años del exilio la visitaba en sueños, siempre frondoso de flores blancas de corazón amarillo.

El cuxín había envejecido en un ratito, y se había arrancado a sí mismo con raíz y todo.