La tía de Nicolasa le había enseñado a caminar y a cocinar.
Al pie del fogón, la tía le había revelado los secretos de los manjares que, por herencia o invención, nacían de su mano. Así Nicolasa creció descubriendo los antiguos misterios de la mesa mexicana, y también aprendió a celebrar asombrosos matrimonios entre sabores y picores que nunca antes habían tenido el gusto de conocerse.
Al tiempito de morir la tía, llegaron quejas del camposanto. Los difuntos no podían dormir, por el ruido que metía su sepultura. Ella no iba a descansar en paz, hasta que no se cocinaran sus recetas.
Nicolasa no tuvo más remedio que fundar una cantina. Allí ofrece comidas que mucho deleite darían a los dioses, si ellos no tuvieran la desgracia de vivir tan lejos.