Carne de agravio

Un hombre solo, prisionero del deseo, caminaba en la intemperie. Las suaves colinas del campo, no lejos de Montevideo, se hinchaban en perturbadoras curvas de pechugas o muslos. Paco miraba a lo alto, queriendo fugarse de la tentación carnal, pero también el cielo negaba paz a sus ojos: allá arriba las nubes se movían de a pasitos, se hamacaban, se ofrecían.

La hermana de Paco, Victoria, dueña de la chacra, le había advertido:

No. Guiso de gallina, no. Las gallinas no se tocan. Pero Paco Espínola había estudiado a los griegos, y algo sabía de estas cosas del destino. Sus piernas caminaron hacia el territorio prohibido y él, obediente a las voces de la fatalidad, se dejó llevar.

Largo rato después, Victoria lo vio venir. A paso lento, Paco traía un bulto que se balanceaba, colgado de una mano. Cuando Victoria se dio cuenta de que el bulto era una gallina difunta, le salió al cruce, hecha una furia.

Paco exigió silencio. Y contó la verdad.

Él había entrado al galpón, en busca de sombra, cuando vio una gallina de plumaje colorado. Le echó un puñado de granos de maíz, y la gallina se sirvió y dijo: «Muchas gracias».

Entonces, se acercó una gallina del color de la nieve, que también era bien educada y comió y agradeció.

Pero después vino ésta —contó Paco, revoleando a la degollada—. Yo le ofrecí unos granitos. Ni los tocó. «¿Tú no comes, querida?», le pregunté. Y ella alzó la cresta y me dijo: «Ándate a la puta madre que te parió». ¿Te das cuenta, Victoria? ¡Nuestra madre, Victoria, nuestra madre!