Arnaldo Bueso cumplía quince años.
Sus mayores le festejaron el cumpleaños con una gran cacería en el bosque, a orillas del río Ajagual. Por ser su primera vez, le asignaron un puesto en la retaguardia. Lo dejaron en algún lugar de la espesa arboleda, con instrucciones de no moverse de allí. Y allí se quedó, mirando al rifle 22 que lo miraba, mientras los cazadores soltaban sus perros y lanzaban al galope sus caballos.
Se alejaron los ladridos, se desvanecieron los ruidos.
El rifle colgaba de una larga correa atada a la rama de un árbol.
Arnaldo no se atrevía a tocarlo. Acostado, con las manos en la nuca, se distraía contemplando al pajarerío que revoloteaba en la fronda. La espera fue larga. Arrullado por los pájaros, se durmió.
Lo despertó el estrépito del follaje roto. Quedó paralítico del susto. Alcanzó a ver que un enorme venado se le venía encima, en estampida: el venado saltó, se enredó con la correa del fusil y Arnaldo escuchó un balazo. El animal cayó fulminado.
Todo el pueblo de Santa Rosa de Copán celebró la hazaña. Era algo jamás visto: un certero disparo desde abajo, en pleno salto, directo al corazón.
Unos cuantos años después, en su casa, Arnaldo interrumpió una animada rueda de ron con sus amigos. Pidió silencio, como para iniciar un discurso. Señaló la enorme cornamenta que daba fe de la primera y última gloria de su vida de cazador, y confesó:
—Fue suicidio.